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22/04/2006 | Globalización y cultura: Homogeneidad, diversidad, identidad, libertad

Tom G. Palmer

El libre comercio está siendo atacado. Sus defensores están acostumbrados a refutar la doctrina de la balanza comercial y otras falacias sobre los países “compitiendo” económicamente unos con otros [1]. Sin embargo, no están tan acostumbrados a responder las críticas “culturales” al comercio.

 

Los promotores de las barreras comerciales insisten que el libre comercio y la globalización destruyen la cultura. Pero, ¿produce la globalización una homogeneidad cultural y la pérdida de diversidad? ¿Está siendo amenazada la “autenticidad” cultural por la globalización? ¿Está el planeta en peligro de verse ahogado en un gran charco de monotonía? ¿Y debemos temer una pérdida de identidad personal conforme los miembros de diferentes culturas intercambian ideas, productos, y servicios? Los argumentos culturales contra el libre comercio, tal y como lo veremos, no son nuevos. Y son igual de falaces como los argumentos económicos contra el libre comercio.

Definiciones

Usualmente resulta útil iniciar cualquier discusión sobre la globalización con una definición del término. Como cualquier otra palabra, podemos estipular cualquier cosa que queramos acerca del significado de la globalización, pero no todas las interpretaciones son tan buenas como las otras. La mayoría son simples intentos por ganar el debate antes de que éste inicie. Yo ofrezco una definición que considero que captura lo esencial del tema, en lugar de ser un pedazo de propaganda en uno u otro sentido.

Es común que los críticos de la globalización—quienes a menudo insisten en que no son enemigos de ésta, sino promotores de una “globalización alternativa”—utilicen el término simplemente para referirse a la maldad humana o a la avaricia, o a los supuestos efectos indeseables del creciente comercio mundial. Empecemos mejor con una definición operacional y luego preguntémonos si los efectos de la globalización que hemos señalado son deseables o no. Yo uso el término para referirme a la disminución o eliminación de las restricciones impuestas por el Estado sobre el intercambio voluntario a través de las fronteras, y al cada vez más integrado y complejo sistema mundial de intercambio y producción que ha surgido como resultado de la eliminación de dichas restricciones estatales sobre el comercio voluntario a través de las fronteras.

La interrogante política fundamental se centra en si estas fronteras debieran ser utilizadas para impedir las transacciones entre personas que se encuentran en diferentes lados de las mismas. ¿Se debe permitir que los productores de trigo estadounidenses compren teléfonos celulares hechos por finlandeses? ¿Se debe permitir que las tejedoras ghanesas vendan las camisetas y los pantalones que confeccionan a los fabricantes de automóviles alemanes? ¿Se debe permitir que los inversionistas taiwaneses compren activos de los kenianos? ¿Se debe permitir que mecánicos mexicanos reparen carros en Ottawa o Chicago? Obviamente una lista de estas puede continuar indefinidamente, pero creo que queda claro a lo que me refiero. Si un intercambio es permitido porque ambas partes se encuentran del mismo lado de una frontera, ¿debería impedirse si en cambio una parte se encuentra a un lado de esa frontera y la otra parte está al otro lado?

Ahora hablemos de cultura. El término es utilizado en una gran variedad de formas, a menudo durante el curso del mismo ensayo o consideración. Éstas incluyen: el cultivo de ciertas capacidades humanas; arte (típicamente el término es reservado para el arte “de altura”; la reacción contra este uso de la palabra ha estimulado mucho estudio de la “cultura popular”); y las formas de vida concretas que la gente lleva en común. En general, los críticos de la globalización se refieren al segundo y tercer uso de “cultura” cuando realizan sus críticas. Mi enfoque girará alrededor del tercer uso del término, en lo que Peter Berger llama, “su sentido social científico convencional: como las creencias, valores, y estilos de vida de la gente común en su existencia diaria”2.

¿Debemos acoger y abrazar, o temer y rechazar, la interacción y mezcla de culturas, gentes, razas, comunidades, y visiones de mundo que traen el comercio y la interconexión globales? En particular, ¿es cierto que la globalización nos está conduciendo a una cultura mundial homogeneizada, una en que la vida en Brasil se acerca cada vez más a ser indistinguible de la vida en Baviera, o—más apropiadamente—está llevándonos a un mundo en que todos los países se parecen al sur de California?

Enfoques contrastantes hacia la Globalización

La globalización es difícilmente un fenómeno reciente. Es casi tan vieja como la misma historia escrita, y su defensa está entre las primeras filosofías políticas coherentemente articuladas del mundo Occidental (al menos). Alrededor del año 420 AC, el filósofo Demócrito de Abdera escribió, “Para un hombre sabio, toda la Tierra está abierta; pues la patria de un buen espíritu es toda la Tierra”[3].

El comercio internacional ha sido identificado desde hace mucho tiempo con la civilización en sí misma. En el libro noveno de la Odisea, Homero presenta a los cíclopes como salvajes precisamente porque no comercian ni tienen contactos con otros:

Los Cíclopes no poseen naves con proas carmesíes, no hay carpinteros ahí para construirlas en buenas condiciones que pudieran navegarlos a puertos extranjeros de escalaasí como la mayoría de los hombres se arriesgan a los mares para comerciar con otros hombres[4 ] .

 

Por supuesto, dichas actitudes no se limitaban a los griegos. El Emperador de la dinastía Song, Gao Zong (1127-1162), explicó en una defensa del comercio que “las ganancias del comercio marítimo son muchas. Si se administran adecuadamente, pueden sumar millones [de alforjas de monedas]. ¿No es mejor esto que imponer tributos sobre el pueblo?”[5 ]Los habitantes de la capital Song, Hanzhou, tenían la fama de decir: “vegetales del este, agua del oeste, madera del sur, y arroz del norte”[6. ]

Para comprender que el debate actual sobre la globalización y la cultura difícilmente es nuevo, contrastemos varias descripciones de la globalización a través del comercio que fueron escritas, no en el siglo XXI, sino en el siglo XVIII. El dramaturgo y figura literaria inglesa Joseph Addison publicó un relato de sus experiencias con la globalización en TheSpectator en el año 1711. Ahí describió sus frecuentes visitas al Royal Exchange en Londres:

“Los factores [agentes comerciales] en el mundo comercial son lo que los embajadores en el mundo político; negocian asuntos, concluyen tratados, y mantienen buena correspondencia entre esas abundantes sociedades de hombres que están divididas unas de otras por los mares y océanos, o viven en diferentes extremidades de un continente. He tenido la dicha a menudo de escuchar disputas ser saldadas entre un habitante de Japón y un concejal de Londres, o ver a un súbdito del Gran Mogol entrar en una alianza con uno del Zar de Moscovia. Estoy infinitamente encantado de mezclarme con estos diversos ministros de comercio, así como éstos se distinguen por sus caminados diferentes y lenguas diferentes: Hay veces que soy empujado dentro de un grupo de armenios: Hay veces que me pierdo en una multitud de judíos; y hay veces en una muchedumbre de holandeses. Yo soy danés, sueco, o francés dependiendo del momento, o prefiero imaginarme a mí mismo como el viejo filósofo, quien al ser cuestionado sobre su nacionalidad, respondió, que él era un ciudadano del mundo”[7].

 

La segunda fue escrita por una figura literaria francesa y defensor político llamado François-Marie Arouet, conocido por la mayoría de nosotros como Voltaire, en sus Cartas Filosóficas. Además de popularizar y promover la innovación de la inoculación contra la viruela (lo cual es un proceso bastante asqueroso cuando uno piensa en ello, pero que ha salvado millones de vidas), él le describió a su audiencia francesa el excitante, cosmopolita, y comparativamente tolerante y liberal mundo de Inglaterra. De nuevo, fue la bolsa de valores la que captó su atención, tal y como lo describe en su Sexta Carta:

“Ve a la Bolsa en Londres, ese lugar más venerable que muchas cortes, y verás representantes de todas las naciones reunidos allí para beneficio de la humanidad. Ahí el judío, el mahometano, y el cristiano negocian uno con otro como si pertenecieran a la misma religión, y se guardan el nombre de infiel para aquellos que caen en la bancarrota. Allí el presbiteriano confía en el anabaptista, y el hombre de la Iglesia de Inglaterra acepta la promesa del cuáquero. Al abandonar estas asambleas apacibles y libres, algunos van a la sinagoga, otros en busca de un trago; este hombre va camino a ser bautizado en una gran tina en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo; ese hombre lleva su hijo a que lo circunciden, y una fórmula hebrea es mascullada sobre el niño sin que éste pueda hacer nada; estos otros van a la iglesia a esperar la inspiración de Dios con sus sombreros puestos; y todos están satisfechos”[8].

 

En su Décima Carta, Voltaire comentó sobre la sorprendente igualdad legal y social que disfrutaban los ingleses—la cual juzgaríamos bastante imperfecta bajo los estándares de nuestro tiempo, pero que muchos en ese tiempo consideraban verdaderamente escandaloso—y contrastó a la sociedad inglesa abierta, dinámica y comercial que había observado, con el mayor respeto hacia la autoridad de su Francia natal:

“En Francia cualquiera que quiera ser un marqués lo puede ser, y cualquiera que llegue a París de las partes más remotas de alguna provincia con dinero para gastar y con un ac o un ille al final de su apellido, podría darse el gusto con frases tales como ‘un hombre de mi clase’, ‘un hombre de mi rango y calidad’, y con ojo soberano mirar despectivamente a un mayorista. El mismo comerciante escucha tan a menudo comentarios desdeñosos sobre su profesión que es lo suficientemente tonto como para ruborizarse. Aún así, no sé cuál le es más útil al Estado, un poderoso noble que sabe exactamente a qué hora se levanta el rey por las mañanas y a qué hora va a la cama, y quien se da a sí mismo aires de grandeza al tiempo que juega el papel de esclavo en la antecámara de un ministro, o un gran comerciante que enriquece a su país, envía encargos desde su oficina a Surat y a El Cairo, y contribuye al bienestar del mundo”[9].

 

Addison y Voltaire celebraron la apertura, el dinamismo, la libertad y el progreso que asociaron con la globalización. Aún más importante, celebraron lo que llegó a ser conocido como los derechos del hombre, o lo que llamaríamos hoy en día derechos humanos. Ellos anticiparon la difusión universal de los principios de libertad, tolerancia, e igualdad de derechos.

No todos veían de la misma manera los efectos del comercio. Muchos se horrorizaban por tal movilidad social, tal caos, tal mezcla inmoral de clases, religiones, y—¡qué horror!—de sexos. Un crítico particularmente influyente de la globalización comercial fue el escritor y hombre insigne Justus Möser, una destacada figura política e intelectual en la ciudad independiente de Osnabrück, situada no muy lejos de los Países Bajos. Möser no fue simplemente uno de los críticos más influyentes de la globalización en el siglo XVIII, sus ideas influenciarían a todos los grandes enemigos de la globalización en los años venideros, y aún en la actualidad. A diferencia de Addison y Voltaire, Möser condenaba al comercio, a los mercaderes, a los vendedores, y a los judíos. Hizo campaña contra las personas que llevaban bienes al campo y corrompían los “principios buenos” y sencillos de los campesinos al tentarlos con bienes nuevos y placeres antes desconocidos, lo cual los exponía a nuevas ideas y, por lo tanto, socavaba su cultura, el estilo de vida al que estaban acostumbrados. Es así como escribió:

“Nuestros ancestros no toleraban estos tenderos rurales; ellos prescindían de las libertades de mercado; ellos prohibieron a los judíos en nuestra diócesis; ¿por qué el rigor? Ciertamente con el fin de que los habitantes del campo no fueran estimulados, tentados, llevados por mal camino, y engañados diariamente. Ellos se apegaban a la regla práctica de que aquel a quien uno no ve no lo lleva por mal camino”[10].

 

El comercio, pensaba él, socava los principios tradicionales, que él identificaba como buenos principios.

Sin embargo, Möser no solo se preocupaba por la moralidad dentro de un orden político, sino también por los efectos de la difusión de principios universales en la diversidad de órdenes políticos alrededor del planeta. En 1772 se lamentó de la propagación de la idea de los derechos humanos universales, al escribir que esas ideas de derechos iguales y universales “se alejan del verdadero plan de la naturaleza, que revela su riqueza a través de la multiplicidad, y despejan el camino al despotismo, el cual busca coaccionar a todos de acuerdo a unas pocas reglas, perdiendo así la riqueza que acompaña a la diversidad”[11].

Cuando Möser escribió acerca de la diversidad, no se refería a la diversidad de bienes en el mercado, o incluso a la diversidad de experiencias que la gente podría tener en sociedades comerciales abiertas, sino más bien a la diversidad de regímenes y sistemas políticos, la mayoría de los cuales eran por necesidad altamente represivos y fundamentados en la desigualdad política y legal. Después de todo, la igualdad es única, mientras que existe una amplia gama de posibles formas y sistemas de desigualdad.

Möser y sus seguidores modernos sugieren (o incluso insisten) que la libertad de comerciar y viajar hará que todo el mundo sea homogéneo, carente de diversidad, y por ende más pobre. Conforme las sociedades interactúan más, afirman ellos, se vuelven más similares, y en el proceso la experiencia humana de diversidad disminuye, y con ésta hay una pérdida neta de algo de valor. La crítica de Möser al comercio ha resucitado, y se ha convertido en una forma de ataque importante del movimiento anti-globalización. La única gran diferencia es que los anti-globalizadores ahora se concentran típicamente en grandes estados-nación (Francia, Alemania, Brasil, Japón, México) como el locus de lo que Möser llamaba “multiplicidad”, en lugar de pequeñas regiones o ciudades como Osnabrück, a las cuales Möser buscaba proteger de la influencia de comerciar con lugares exóticos como Hamburgo, Ámsterdam y Colonia.

Conectividad social y diversidad

Los autores del reporte Alternativas a la Globalización Económica empiezan el capítulo sobre “Diversidad” con esta sorprendente queja:

“Hace unas décadas atrás, todavía era posible salir de la casa e ir a alguna otra parte donde la arquitectura fuera diferente, el paisaje fuera diferente, y el idioma, el estilo de vida, y los valores fueran diferentes”[12].

 

Haciendo eco de Justus Möser, proclaman que la “Diversidad es fundamental para la vitalidad, fortaleza, y capacidad innovadora de cualquier sistema viviente. Lo mismo aplica para las sociedades humanas. La rica variedad de la experiencia y potencial humanos se ve reflejada en la diversidad cultural, la cual brinda una forma de acervo genético que incita la innovación hacia niveles más altos de logros sociales, intelectuales, y espirituales, y genera un sentido de identidad, comunidad, y propósito”[13].

¿Será cierto que el comercio global conlleva a una pérdida neta de la experiencia humana de la diversidad? La respuesta es: casi de ninguna manera. Una vez más, el debate no es nuevo, y más bien ha estado con nosotros por muchos años. El tema fue tratado claramente por el sociólogo Georg Simmel, quien estudió los procesos de formación y diferenciación de grupos. Simmel observó que, conforme los grupos se expanden en tamaño y se extienden, tienden diferenciarse más internamente. Entre más grande sea el número de personas interactuando, mayor será el número de papeles y nichos y habrá más oportunidades para la individualización y la diversidad entre las personas. Conforme aumenta la diferenciación interna de los grupos, la diversidad entre los grupos disminuirá[14]. Por lo tanto, es muy probable que la individualización y la diversidad creciente dentro del grupo corresponda con una individualización y diversidad decrecientes entre los grupos[15].

El economista Tyler Cowen describió recientemente la relación entre los tipos de variedad en su libro Creative Destruction: How Globalization is Changing the World’s Cultures:

“Cuando una sociedad comercia una nueva obra de arte con otra sociedad, la diversidad dentro de la sociedad aumenta (los consumidores tiene más opciones), pero la diversidad entre las dos sociedades disminuye (ambas se han vuelto más parecidas). La interrogante no radica alrededor de si hay más o menos diversidad en sí, sino en qué tipo de diversidad nos traerá la globalización. El intercambio entre culturas tiende a favorecer la diversidad dentro de una sociedad, pero a desfavorecer la diversidad entre sociedades”[16].

 

Si la existencia de la diversidad es valiosa por sí misma, entonces sería difícil saber si debiéramos favorecer o resistir la extensión de la conectividad. Sin embargo, existe una razón para que aquellos preocupados por la diversidad humana favorezcan una mayor conectividad. La diversidad que no es experimentada por nadie no tiene ningún valor para la vida humana. La existencia de diversidad entre grupos humanos aislados sin ninguna experiencia de la diversidad de unos y otros no representaría beneficio alguno para ninguno de los miembros de esos grupos. Para que dicha diversidad sea valiosa, alguien o algún grupo tendrían que experimentarla. Puede ser cierto que “Unas décadas atrás, todavía era posible salir de la casa e ir a alguna otra parte donde la arquitectura fuera diferente, el paisaje fuera diferente, y el idioma, el estilo de vida, y los valores fueran diferentes”[17], pero eso era cierto únicamente para un número reducido de grupos viajeros elite que representaban un porcentaje minúsculo de la población mundial. La gran mayoría de la gente que vivía dentro de comunidades relativamente insulares no disfrutaba ningún beneficio de dicha diversidad, ya que no la experimentaba. Aquellos que vivimos el presente, que disfrutamos el mundo globalizado moderno, experimentamos más variedad y creatividad humana que cualquier otra generación en la historia de la humanidad.

Si lo valioso es la experiencia de la diversidad, entonces una mayor conectividad grupal y expansión de los grupos sociales genera más diversidad que es deseable, ya que la mayoría de las experiencias de diversidad consiste en experiencias de diversidad dentro de grupos sociales, y no a través de éstos. De hecho, conforme más personas experimentan la diversidad a través de grupos, es más probable que dichos grupos sean cada vez menos diversos unos de otros, pero a la vez serán más diversos internamente, donde la mayoría de la gente tiene la oportunidad de experimentar la diversidad. En general, la globalización nos conduce a un mundo donde las personas experimentan más—no menos—diversidad. Turistas, diplomáticos, y aquellos involucrados en el comercio internacional experimentan diversidad a través de las culturas, pero son esas mismas actividades las que constituyen la globalización, y eso conduce a un aumento en la experiencia de diversidad dentro de las sociedades. Que estas personas se quejen de los efectos de la globalización equivale a aquellos turistas que se quejan repetidamente de que un lugar X o Y se ha echado a perder por la llegada de “muchos turistas”.

Políticas de proteccionismo cultural

Algunas personas buscan asegurar o proteger las diferencias culturales a través de mecanismos coercitivos, incluyendo la imposición de límites legales a la importación de películas y libros extranjeros, subsidios especiales para la producción local de bienes culturales, restricciones al uso de lenguas extranjeras, restricciones a la tenencia de antenas parabólicas o interconexiones satelitales, límites a la capacidad de los propietarios de vender sus tierras a extranjeros, y otras formas de control social. De hecho, las excepciones a los principios generales a la libertad de comerciar han sido parte de los acuerdos comerciales internacionales desde poco después de la Segunda Guerra Mundial. El Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio de 1947 incluía el “Artículo IV”, el cual abarcaba los “Convenios especiales para filmes cinematográficos” y validaba las cuotas de proyección y regulaciones domésticas sobre el cine. Durante la Ronda de Uruguay que dio luz al Acuerdo General sobre Comercio y Servicios (GATS por sus siglas en inglés), los servicios culturales fueron excluidos de las negociaciones de servicios. Sin embargo, bajo el GATS (en contraste con el Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio, GATT por sus siglas en inglés), las excepciones pueden solicitarse a través del principio de Nación Más Favorecida. La Unión Europea ha eximido exitosamente a las industrias culturales del GATS, permitiéndoles a varios gobiernos europeos imponer restricciones de contenido sobre las transmisiones televisivas y la distribución de películas.

El proteccionismo cultural a través de la coerción adopta muchas formas. El gobierno canadiense grava a sus ciudadanos para subsidiar a la industria cinematográfica doméstica. El gobierno francés no solo grava a sus ciudadanos para subsidiar la cinematografía, sino que también estipula que al menos el 40% de todas las películas presentadas en Francia deben estar en el idioma francés. El gobierno iraní restringe la posesión de antenas parabólicas. Los gobiernos de Singapur, China y Arabia Saudita limitan el acceso al Internet bajo el pretexto de proteger sus culturas locales (sin mencionar el poder de sus gobernantes).

En defensa de dichas restricciones y excepciones especiales a los principios generales del libre comercio, François Mitterand sostuvo que “Lo que está en juego es la identidad cultural de todas las naciones. Es el derecho de todos los pueblos a su propia cultura. Es la libertad de crear y escoger nuestras propias imágenes. Una sociedad que abandona a otros la manera de mostrarse a sí misma, es decir, la manera de representarse a sí misma, es una sociedad esclavizada”[18].

Pascal Lamy, Comisario Comercial de la Unión Europea, insiste que los principios comunes del libre comercio no deberían aplicarse a los productos culturales, ya que “Los productos culturales son especiales, en el sentido de que, por una parte, pueden ser comprados, vendidos, importados y exportados, y por la otra, a pesar que todo conduce a su categorización como bienes y servicios en su comercialización, aún así no pueden ser reducidos a ser simples bienes y servicios debido a sus valores y contenidos creativos”[19]. Lamy explicó que “De acuerdo a la teoría humanista del comercio, este tipo de intercambio debe promover la diversidad, no limitarla”[20].

Con respecto al cobro de impuestos en un país X con el fin de subsidiar la producción cinematográfica local, los defensores del libre comercio no tienen ninguna queja en particular. (Por supuesto que los contribuyentes en dichos países pueden tener sus propias razones para quejarse). Pero las restricciones al derecho de los consumidores a comprar, ver, leer, o experimentar de cualquier otra forma los bienes culturales producidos en otras latitudes es un asunto totalmente diferente. Estas barreras representan manifestaciones de poder de unos sobre otros, especialmente de elites privilegiadas sobre aquellos que quieren adquirir o ver voluntariamente películas, navegar páginas de Internet, o leer libros que las elites consideran dañinos para las frágiles identidades culturales de aquellos que comprarían, navegarían o leerían. Bajo ninguna circunstancia debe presentarse tales manifestaciones de poder como ejemplos de “defensa cultural”, ya que en realidad son manifestaciones de poder por parte de algunas personas del derecho y poder de determinar para otros lo que pueden ver, escuchar, leer, y pensar. El tema no es si algunos deberían poder tomar decisiones por otros, o imponerlas a la fuerza. Pensar que dichas restricciones fomentan un sentido más amplio de libertad cultural constituye un acto de auto-engaño. Como me lo indicara recientemente un estudiante rumano en una conferencia en la Universidad de Aix-en-Provence, “¿De qué forma me hace más libre o más seguro en mi cultura presentar películas viejas aburridas una y otra vez en la televisión rumana, simplemente con el fin de cumplir una cuota para la producción doméstica?”

François Mitterand se equivocó al declarar que las restricciones comerciales sobre los bienes culturales “representan la libertad de crear y escoger nuestras propias imágenes”. Más bien representan el poder de las elites políticas de utilizar la violencia contra otros con el fin de negarles su libertad a crear y escoger sus propias imágenes.

Identidad y autenticidad cultural

Una objeción común contra la globalización sostiene que ésta erosiona la autenticidad cultural, o incluso que diluye la pureza de una cultura dada. Por ejemplo, los autores del informe Alternativas a la Globalización Económica afirman que “Los logotipos comerciales reemplazan a las culturas locales auténticas como la fuente primaria de identidad personal”[21].

Manfred Steger desprecia la “McDonalización” y asegura que “En el largo plazo, la McDonalización del mundo equivale a la imposición de estándares uniformes que eclipsan la creatividad humana y deshumanizan las relaciones sociales”[22.]

Maude Barlow, del “Consejo de los Canadienses”, alega que “Los gobiernos y pueblos alrededor del mundo están cada vez más preocupados por una homogenización cultural global dominada por los valores y estilos de vida estadounidenses y Occidentales que son representados a través del enorme complejo industrial del entretenimiento de Estados Unidos”[23]. Barlow se manifiesta a favor de una “Convención sobre la Diversidad Cultural” internacional que “reconocería la importancia de todas las naciones y pueblos a mantener la diversidad cultural”. Es importante mencionar que ésta requeriría no de abogados para su interpretación, sino de “expertos culturales” (aunque nunca aclara quiénes podrían ser esas personas):

“Los cuestionamientos y las disputas bajo la nueva carta serían juzgados por expertos culturales, no burócratas comerciales. El instrumento tendría que ser auto-definido: lo que constituye un tema de importancia cultural para una nación no podría serlo para otra. Debe permitirse que estas definiciones varíen con el tiempo ya que no podemos saber hoy qué forma tomará la expresión cultural en el futuro”[24].

 

Tales cuestionamientos radican en la confusión sobre la naturaleza de la cultura (los cuestionamientos sobre pureza y autenticidad), en la confusión sobre la naturaleza de la identidad personal, y en una teoría política que es parasítica en teorías liberales cosmopolitas de derechos y justicia (la insistencia en el “consentimiento libre e informado” es frecuente) y a la vez altamente autoritaria y elitista (los “expertos culturales” son los que deciden lo que otros pueden producir o consumir).

Pureza/autenticidad cultural

Empecemos con los cuestionamientos de pureza o autenticidad cultural. Estos descansan sobre mitos y fantasías. Uno se encontraría en problemas al tratar de encontrar alguna cultura en cualquier lugar del planeta que uno pueda catalogar como “pura”, ya que cada cultura ha sido influenciada por otras. En un foro del Cato Institute sobre el libro de Tyler Cowen Creative Destruction, Benjamin Barber, autor del libro anti-globalización Jihad vs. McWorld, defendió la autenticidad y brindó como ejemplo las amenazas a la “cultura auténtica del té en la India”, la cual él buscaba proteger de la Coca-Colonization[25]. Por supuesto, el té no es originario de la India, sino que fue introducido a ese país a través de China por los comerciantes británicos y utilizado como cultivo para la exportación. La búsqueda de la “autenticidad” es una quimera. Ya no existe ninguna cultura que pueda ser identificada como “pura”, es decir, que no sea una mezcolanza de pedazos y piezas aportados o extraídos de otras culturas[26].

Aquellos que defienden la autenticidad cultural usualmente encuentran que las fronteras de una cultura auténtica corresponden a las fronteras de los estados-nación, los cuales difícilmente son expresiones “auténticas” de cultura. No es simplemente la nación (es decir, la expresión de una nación cultural) la que construyó al Estado, después de todo, sino que más a menudo fue el Estado el que construyó la nación. Como indica Charles Tilley:

“Conforme la centralización del gobierno se expandía a través de Europa, el bienestar, la cultura, y la rutina diaria de los europeos comunes llegó a depender como nunca antes del Estado en que terminaban viviendo. Internamente, los estados se encargaron de imponer lenguas nacionales, sistemas educativos nacionales, servicio militar nacional, y mucho más. En el ámbito exterior, empezaron a controlar los movimientos a través de las fronteras, a utilizar aranceles y aduanas como instrumentos de política económica, y a tratar a los foráneos como gente diferente que merecían derechos limitados y que debían estar bajo vigilancia”[27].

 

Además, no es nada claro que las fronteras de los estados-nación, que es donde usualmente se aplican las restricciones proteccionistas, coincidan con rasgos comunes importantes de los grupos. Como lo señalara Rober Musil, “El campesino alemán tiene más en común con el campesino francés que con el citadino alemán, cuando se trata de lo que en realidad mueve sus almas”[28]. ¿Cuál es la identidad más “auténtica”? Alemán, francés, campesino, o citadino?

Aquellos que afirman proteger las culturas auténticas del contacto con, o contaminación por parte de otros, casi siempre actúan bajo el alero de un conjunto de ideas que surgió en Europa, aún cuando dicen representar las supuestas culturas autóctonas de África, los pueblos indígenas de América, el Islam, u otras culturas no europeas. La influencia del pensamiento anti-liberal europeo (tanto rojo como negro) sobre el islamismo radical, por ejemplo, ridiculiza la idea de que Osama bin Laden y otros están simplemente protegiendo la pureza del islamismo auténtico de influencias externas corruptoras[29]. El mismo término de “autenticidad” es, para la mayoría de las culturas, profundamente ajeno. La influencia de la teoría de autenticidad del filósofo anti-liberal Martin Heidegger (Eigentlichkeit) puede encontrarse en la mayoría de la literatura sobre autenticidad cultural[30]. Al igual que el marxismo o el fascismo, que usualmente son presentados como expresiones “indígenas” de cultura política local, el fetiche de la autenticidad es una importación de Europa.

Un ejemplo de la arrogancia de los fetichistas de la autenticidad podría ser útil. Durante un viaje hace unos años a Guatemala, un amigo maya-guatemalteco que enseña antropología en Ciudad de Guatemala me llevó a un tour bastante esclarecedor por las montañas mayas. Él me contó cómo los académicos del extranjero a los que él lleva en estos viajes se quejan constantemente de que las mujeres mayas visten cada vez menos sus ropas tradicionales—los cuales, debo añadir, son muy hermosas y finamente elaboradas a mano. Con cada vez mayor frecuencia visten estos trajes para ocasiones especiales, como bautizos, bodas, ir a la iglesia, entre otros. La reacción casi unánime de los visitantes es de horror. Las mujeres mayas, afirman, están siendo despojadas de su cultura. Son las primeras víctimas de la globalización.

Mi amigo me indicó que él nunca había visto a ninguno de los visitantes que se quejaban por esta situación tomarse la molestia de preguntarle a una mujer maya por qué no se vestían como sus madres o abuelas. Mi amigo, que habla diversos dialectos mayas y además es un verdadero científico social, sí pregunta, y afirma que las respuestas son invariablemente alguna versión del hecho de que la vestimenta tradicional se está volviendo “muy cara”. Uno se podría preguntar ¿qué quiere decir que una prenda hecha a mano (casi siempre por mujeres) se haya vuelto muy cara? Quiere decir que el trabajo de las mujeres mayas es cada vez más valioso. Significa que pueden pasar muchas horas en un telar manual (usualmente sujetado a un árbol; yo lo intenté y es un trabajo increíblemente arduo) para fabricar una falda y vestirla, o hacer dicha falda y vendérsela a una dama adinerada en París, Nueva York, o Roma, y con el dinero que ganan comprarse varios conjuntos, así como anteojos, o una radio, o medicina para combatir la fiebre del dengue, o libros para sus hijos. A ellas no las están despojando de nada; simplemente se están haciendo más ricas. Y desde sus perspectivas, no parece ser tan malo, sin importar lo que digan los acaudalados visitantes extranjeros.

Además, sabemos que conforme la prosperidad aumenta, las vestimentas indígenas tradicionales experimentan un resurgimiento en diseño creativo e innovación. El sari que algunas mujeres indias abandonaron por vestimentas Occidentales se ha vuelto popular nuevamente entre los indios, y con la prosperidad se ha convertido en el punto alto de la moda; los mejores diseñadores trabajan con el fin de lograr formas más bellas del tradicional sari.

Cultura e identidad personal

La autenticidad cultural está estrechamente ligada a los asuntos de identidad personal, debido a que si la identidad de una persona solo puede constituirse dentro de un contexto cultural puro o auténtico, y las impuras e inauténticas lealtades transfronterizas amenazan con disolver dicha identidad, cada persona tendría entonces un interés en proteger la pureza o autenticidad de una cultura. La identidad personal se entiende como si estuviera encajonada dentro de una identidad colectiva ineludible y más amplia. Así, Victoria Tauli-Corpuz (de manera muy presuntuosa) reivindica, en nombre de “aproximadamente trescientos millones de gentes indígenas en la Tierra”, que la “Nuestra es una identidad colectiva con propiedad colectiva sobre los bosques, aguas y tierras. Éstos son antitéticos al individualismo, la propiedad privada, y el capitalismo global”[31].

El profesor de Harvard Michael Sandel argumenta que la pertenencia cultural, y por ende la primacía de la comunidad, es un requisito para el auto-entendimiento y la identidad personal, y que los enfoques individualistas generalmente fallan en tratar adecuadamente el problema de la identidad personal, ya que “para estar en capacidad de hacer una reflexión más completa, no podemos ser sujetos ilimitados de posesión, individualizados de antemano y determinados antes de nuestros fines, sino que debemos ser sujetos constituidos en parte por nuestras aspiraciones y simpatías centrales, siempre abiertos, es más, vulnerables, a crecer y transformarnos a la luz de un auto-entendimiento repasado. Y hasta el tanto nuestro auto-entendimiento constitutivo comprenda un sujeto más amplio que únicamente el individuo, ya sea una familia o tribu o ciudad o clase o nación o pueblo, hasta este punto definen una comunidad en un sentido constitutivo”[32]. Por lo tanto, cada uno de nosotros tiene ciertos “auto-entendimientos constitutivos” sin los cuales simplemente no tenemos una identidad definida, y dichos auto-entendimientos están tan conectados con la “familia o tribu o ciudad o clase o nación o pueblo” que lo que es realmente identificable no es una persona humana numérica y materialmente individualizada, sino una persona colectiva.

De acuerdo a Sandel, un principio epistemológico puede transformarse en un principio ontológico: “esta noción de comunidad [la concepción constitutiva] describe un marco de auto-entendimientos que es distinguible de, y en cierto sentido antes de los sentimientos y disposiciones de los individuos dentro del marco”[33]. Debido a que los entendimientos son necesarios para nuestro auto-entendimiento, es decir, porque son considerados criterios epistémicos para el conocimiento propio, se considera que estos entendimientos compartidos son constitutivos de nuestra identidad, y por tanto, “los límites de lo propio ya no están fijos, individualizados de antemano, y determinados antes de la experiencia”[34].

Este razonamiento es injustificado, ya que “incluso si fuera justificado no implica que los sujetos de estas relaciones no son nada más que personas distintas. Suponer cualquier otra cosa es inferir falazmente que las consideraciones epistemológicas entran en la constitución del objeto conocido”[35]. Que los individuos compartan nociones de justicia, compasión, y auto-entendimiento no implica que los límites de esos individuos se fundan en un amplio fondue de entendimientos comunales, ya que, como lo indica John Haldane, “Los rasgos pueden compartirse únicamente si unen a portadores que en la base son numéricamente diversos”[36].

Sandel está definitivamente equivocado al manifestar que la gente que participa en la “misma” cultura tienen, son, constituyen el mismo ser. Es más, ni siquiera implica que compartan los mismos auto-entendimientos. Las sociedades modernas comprenden una variedad tan rica de auto-entendimientos diferentes que no tiene sentido asegurar que la identidad de uno está determinada únicamente por una cultura monolítica.

Un modelo de interacción social puede resultar útil. Si intentáramos imaginarnos una identidad colectiva de manera geométrica, tendríamos una serie de círculos concéntricos, con el círculo de “la cultura” delineando el círculo externo. Éste sería como un duro caparazón, que garantiza la identidad diferenciada de las personas que se encuentran dentro del círculo. Pero esta imagen no describe ni siquiera los órdenes sociales relativamente pequeños (en estándares modernos), los cuales constituyen aún más conjuntos de círculos cruzados que se conectan a través de sus intersecciones con círculos que serían vistos por los proponentes del enfoque del “caparazón duro” como completamente ajenos a la cultura[37}. Georg Simmel, quien estaba profundamente interesado en el proceso de diferenciación e individualización, caracterizó la relación entre identidad y afiliación social como “una intersección de círculos sociales” (“Die Kreuzung sozialer Kreise”):

“Los grupos con los cuales el individuo se afilia constituyen un sistema de coordenadas, de tal forma que cada grupo nuevo con que se afilia lo circunscribe de manera más exacta e inequívoca. Pertenecer a cualquiera de estos grupos le brinda bastante libertad de acción al individuo. Pero entre mayor sea el número de grupos a los cuales pertenece el individuo, más improbable es que otras personas exhiban la misma combinación de afiliaciones grupales, que estos mismos grupos se ‘crucen’ nuevamente” [en un segundo individuo][38].

 

Entre menos sean los requisitos que supone la pertenencia a un grupo social, más moderno será el conjunto de relaciones existente. Por ende:

“El patrón moderno difiere radicalmente del patrón concéntrico de afiliaciones grupales en el tanto se trate de los logros de una persona. Hoy alguien podría pertenecer, aparte de su posición ocupacional, a una asociación científica, podría formar parte de una junta directiva en una corporación y ocupar una posición honorífica en el gobierno local. Esta persona estará mejor determinada en su sociología entre menor sea su participación en un grupo que por sí mismo le imponga participación en otro. Está determinado en su sociología en el sentido de que los grupos se ‘cruzan’ en su persona en virtud de su afiliación con ellos”[39].

 

Además, implícito en el concepto de cultura involucrado en las teorías de identidad colectiva se encuentra un entendimiento colectivo de lo que constituye una cultura. Pero para que una cultura califique como una cultura viviente, debe ser capaz de cambiar. Insistir en que no debe verse influenciada por otras culturas, o que hay que “protegerla” detrás de barreras comerciales y otras formas de influencia externa, es condenarla a marchitarse y morir. También es imponerle a la gente una “identidad”, una visión de sí mismos que ellos no comparten, como lo evidencia el hecho de que sus preferencias deben ser desechadas coercitivamente con el fin de “proteger” dicha visión. Como lo indica Mario Vargas Llosa, “Pretender imponer una identidad cultural sobre la gente equivale a encerrarlos en una prisión y negarles la más preciada de sus libertades—la de escoger qué, cómo, y quiénes quieren ser”[40].

Aún más, el supuesto de que la introducción de novedades culturales en una cultura existente implica la imposición de sistemas de significados sobre los miembros de dicha cultura se basa en la suposición de que los miembros de dicha cultura son simplemente inertes o incapaces de crear nuevas formas de significado. Como se cuestionan Joana Breidenbach e Ina Zukrigl, “¿Qué hay del significado que los pueblos locales le añaden a los bienes e ideas distribuidos alrededor del mundo?”[41] Tal y como ellas lo indican, aún los odiados restaurantes McDonalds tienen significados diferentes en culturas diferentes[42]. Tyler Cowen muestra en su libro cómo los materiales de un contexto cultural han sido apropiados con propósitos estéticos o artísticos por otras culturas, desde los músicos de Trinidad apropiándose de los estañotes de acero y creando su famosa música, a las mantas comerciales que fueron laboriosamente descocidas por los artistas navajos para ser reteñidas y cocidas nuevamente en trabajos de gran belleza[43]. Al apropiarse de materiales, ideas, y enfoques externos, los portadores de las prácticas culturales mantienen vivas a las culturas. La alternativa preferida por los enemigos de la globalización consiste en “preservar” las culturas a través del uso de la coerción, de la misma forma que uno “preserva” insectos al clavarlos en mesas de exhibiciones.

Otorgándole poderes a las elites

El lenguaje de la identidad colectiva se manifiesta frecuentemente en conjunto con llamados al “consentimiento informado”, un estándar normalmente asociado con el individualismo liberal. Pero la diferencia entre el “consentimiento informado” bajo el colectivismo y el liberalismo radica en que la entidad que debe ser “informada” y debe brindar su “consentimiento” no es ni el ser humano individual, ni una asociación voluntaria de seres humanos, sino una entidad colectiva. Estos enfoques revelan un profundo malentendido de cómo se relacionan los individuos y los grupos; caen en la falacia de la precisión indebida. El error radica en pasar de reconocer un grupo a tratarlo como si éste fuera otra persona individual, justo como los individuos que conforman el grupo. El individualismo liberal no supone la inexistencia de “algo” llamado sociedad, o que no podemos hablar de modo significativo de los grupos. El hecho de que haya árboles no implica que no podamos hablar de bosques, después de todo. De la misma forma en que un edificio no es un montón de ladrillos, sino los ladrillos y las relaciones entre éstos, la sociedad no es una persona, con derechos propios, sino muchos individuos y el complejo conjunto de relaciones entre ellos. La sociedad no es simplemente una colección de individuos, ni algo “más grande y mejor” separado de éstos. El grupo no es otra persona que puede dar un consentimiento informado a la introducción o adopción de nuevas ideas de la misma forma en que un individuo puede dar un consentimiento informado a la aplicación de un nuevo procedimiento médico.

El historiador Parker T. Moon expuso claramente el tema en su estudio Imperialism and World Politics:

“El lenguaje a menudo obscurece la verdad. Más de lo que nos damos cuenta, nuestros ojos se ciegan a los hechos de las relaciones internacionales mediante trucos del habla. Cuando uno utiliza el simple vocablo ‘Francia’, uno piensa de Francia como una unidad, una entidad. Cuando, para evitar las repeticiones incómodas, usamos un pronombre para referirnos a un país—cuando por ejemplo decimos ‘Francia envió sus tropas a conquistar Túnez’—le imputamos no sólo unidad sino que también personalidad al país. Estas palabras ocultan los hechos y hacen de las relaciones internacionales un drama glamoroso en el cual las naciones personalizadas son los actores, y fácilmente olvidamos los hombres y mujeres de carne y hueso que son los verdaderos actores. Qué diferente sería si no contáramos con palabras como ‘Francia’ y en su lugar tuviéramos que decir ¡treinta y ocho millones de hombres, mujeres y niños de intereses y creencias muy diversas, que habitan 218.000 millas cuadradas de territorio! Entonces podríamos describir más precisamente la expedición tunecina como ‘Unos pocos de estos treinta y ocho millones de personas enviaron a treinta mil de los suyos a conquistar Túnez’. Esta manera de describir los hechos sugiere de inmediato una interrogante, o una serie de interrogantes. ¿Quiénes son los ‘pocos’? ¿Por qué enviaron los treinta mil a Túnez? ¿Y por qué éstos obedecieron?
La construcción de imperios la realizan los hombres, no las ‘naciones’. El problema que enfrentamos es el de descubrir los hombres, las minorías activas en cada nación, que están interesadas en el imperialismo, y luego analizar las razones por qué las mayorías pagan los costos y luchan las guerras que requiere la expansión imperialista”[44].

 

Tratar a la colectividad como una persona que puede dar un “consentimiento informado” a la adopción de nuevas tecnologías, ideas, o prácticas, obscurece—no ilumina—cuestiones políticas importantes. Éstas, la mayoría centradas alrededor de la explicación y la responsabilidad moral, simplemente no pueden contestarse dentro de los confines de la tesis de personificación grupal. Proponer la personificación grupal equivale a cubrir con un manto de misticismo las acciones de los tomadores de decisiones verdaderos, que son individuos de carne y hueso, no colectivos fantasmales.

La insistencia en el consentimiento colectivo—en lugar del individual— invariablemente implica que algunos (ya sea la minoría en el poder, una pluralidad en el poder, o la mayoría en el poder) darán el consentimiento en nombre de otros. Si la identidad cultural es un concepto colectivo y si la “cultura” tiene que mantener su autenticidad si va a proveer la identidad colectiva necesaria para la identidad personal, entonces se deduce que alguna persona o personas tienen que determinar qué es lo autentico de una cultura y qué no lo es. Algunas veces el grupo que insiste en contar con el poder para decidir qué se puede considerar auténtico ni siquiera es seleccionado de los miembros de la misma cultura. Está compuesto por foráneos que buscan proteger a la cultura de contactos externos que la podrían arruinar. Estos son los activistas anti-globalización procedentes de los países ricos. Ellos no logran apreciar la humanidad de los pobres. Ellos los ven, no como fuentes de creatividad cultural, sino más bien como mascotas exóticas. Su objetivo es convertir a los países pobres del mundo en zoológicos en donde los “pueblos autóctonos” puedan exponer su “hábitat auténtico”. No los ven como humanos.

Con el fin de cumplir dichas restricciones, se le debe dar el poder a alguien para que decida qué es y qué no es parte de una cultura. En principio, pareciera que casi cualquier cosa podría incluirse en una “cultura”, entendida ésta como “las creencias, valores, y estilos de vida de la gente común en su existencia diaria”[45]. Esto incluye todo, desde la producción de arroz (por ejemplo la protección japonesa a los poderosos productores de arroz, que disfrutan de una representación desproporcionada en la Dieta [tanto política como culinaria] y que obliga a los consumidores japoneses a pagar altos precios por el arroz producido en el país), a la propiedad sobre estaciones de radio y televisión (por ejemplo las restricciones estadounidenses sobre la propiedad extranjera de las licencias transmisión), hasta la minería de carbón (vean las súplicas apasionadas a nombre de los estilos de vida “tradicionales” asociados con las minas de carbón que dejan de ser rentables), y ahora incluso a la tecnología de la información y la programación de computadoras (por ejemplo los diversos reclamos por parte de programadores de computación que eran muy bien pagados sobre la subcontratación de programadores de códigos en la India). ¿A quién se le dará el poder para tomar estas decisiones, y cómo? Una solución sería confiar en los “expertos culturales”, pero eso asume que ya sabemos quién es el intérprete cultural apropiado o auténtico. Otra es confiar en los que ostentan el poder político, que usualmente son patriarcales, autoritarios y muy absortos en retener el poder que tienen sobre los otros miembros de su cultura. Por supuesto, otro enfoque es confiar en los autoproclamados activistas extranjeros para que sirvan de “expertos culturales” y se les permita decidir lo que los pobres pueden o no importar, comerciar, adoptar o adaptar.

Toda esta iniciativa guarda una vaga semejanza con la época cuando en Alemania los “expertos culturales” en la cultura alemana “auténtica” tenían el poder de negarle a los alemanes el disfrute del “arte degenerativo”. Los expertos culturales llegaron a definir la “alemanidad”, pero a millones de alemanes que disfrutaban (o hubieran disfrutado, si hubieran tenido la oportunidad) del jazz y la música swing, del arte abstracto, y cosas similares se les negó el disfrute de dichas experiencias por parte de aquellos con el poder de determinar lo que era y no era verdaderamente alemán, y de proteger la cultura alemana de ser contaminada[46].

Comercio, cambio, y libertad

Ninguna defensa previa a la libertad cultural implica que nada se pierde cuando las culturas cambian. El ejemplo más extremo de una pérdida verdadera es la pérdida de diversidad lingüística, ya que los idiomas “mueren”, es decir, cuando la última persona que habla alguno de estos idiomas deja de hablarlo, las canciones, poemas, historias, y otras formas complejas de significado se pierden. Sin embargo, la pérdida no es siempre el equivalente a una pérdida neta. Las personas que hablan estos idiomas los pueden haber abandonado por alguna razón, por ejemplo, la ganancia resultante de cambiarse de un idioma con un número muy reducido de hablantes a uno con un número mayor o en crecimiento, como el español, kisuahilí, árabe o mandarín. (Contrario a la imaginación popular, el inglés no está creciendo rápidamente como idioma primario; su principal ventaja es que se utiliza comúnmente como segunda lengua, como cuando se reúne gente de Noruega, México, Irán y Tailandia, muy probablemente hablen en inglés, en lugar de noruego, maya yucateco, farsi o tailandés.) Por cada beneficio escogido, existe un costo, es decir, a lo que uno renuncia en el acto de escoger, y ese costo puede sentirse a veces con especial agudeza por aquellos que no obtienen el beneficio, como los hablantes de las lenguas más comúnmente habladas que se pudieron haber beneficiado por la existencia de grupos lingüísticos pequeños que sirven de fuentes de inspiración cultural, sin tener ellos que soportar el costo de estar aislados lingüísticamente. En todo caso, incluso la pérdida de idiomas, con todo lo que eso representa, no implica la extinción total de una cultura, ya que los elementos teológicos, artísticos, familiares, y muchos otros de esa cultura pueden continuar siendo expresados y desarrollados en otros idiomas.

El caso extremo de la extinción lingüística difícilmente constituya la experiencia única—o incluso la dominante—de la globalización. (Y aún en casos tan extremos, es más una experiencia de la “regionalización” que de la globalización, debido a que parece haber pocas probabilidades de que emerja en el futuro cercano una lengua global única.) Sin embargo, aún en los casos de grupos lingüísticos relativamente pequeños, la globalización puede a menudo incrementar la viabilidad cultural de dichos grupos, al aumentar la comunicación entre grupos poblacionales otrora aislados. Tal y como Tsering Gyaltsen, dueño de un servicio de Internet que conecta a 13 aldeas montañosas remotas en Nepal, le manifestó a un reportero de la BBC:

“Nosotros traemos el Internet a lugares distantes de tal manera que ellos puedan proyectarse, beneficiarse de la exposición y quizás la gente joven se quede en casa y se sientan orgullosos de ser sherpas, en lugar de salir huyendo a Katmandú o Estados Unidos”[47].

 

Barun Mitra del Liberty Institute de la India me comentó durante una conferencia en Berlín que estaba asombrado al ver ediciones en alemán de Harry Potter en las librerías alemanas. La prosperidad de Alemania (en sus palabras “un país bastante pequeño”) hacía posible una boyante cultura literaria en alemán, mientras que la pobreza relativa de la India no podría costear ediciones de libros similares en lenguas autóctonas indostaníes. La prosperidad hace posible sostener una cultura. Un ejemplo bastante llamativo es la capacidad de una Islandia cosmopolita y altamente “globalizada”, con una población muy pequeña, de sostener una floreciente cultura que ofrece poesía (Reykiavik es la única ciudad en el mundo donde en el curso de una tarde me han presentado a tres personas diferentes con el comentario “Él es un poeta”), novelas, obras de teatro, cine, música y periodismo islandeses.

La globalización también ha llevado a la creación de comunidades de personas que buscan activamente documentar, defender, e incluso revivir culturas que se encuentran en su ocaso. Como indica Kani Xulam en una promoción para el grupo cultural Cultural Survival, “Hemos hecho amigos a través del Internet en lugares que de otra forma nunca habríamos podido acceder. Estoy hablando de Corea del Sur, Nueva Zelanda, Sudáfrica, Costa Rica y muchos otros países. Tenemos una dirección, un rostro, y un mensaje para el mundo”[48].

No hay nada implícito en el concepto de cultura que requiera darle a ciertas elites el poder de administrar o proteger una “cultura auténtica” mediante el uso de la fuerza y la imposición de ésta por sobre las elecciones de los miembros de esas culturas. La cultura puede existir y florecer sin necesidad de una dictadura cultural.

Conclusión

Las culturas vivientes cambian. Es el mismo proceso del cambio el que las hace ser ellas mismas. Su igualdad no es simplemente un asunto de su diferencia con otras culturas, sino de su diferencia consigo mismas durante el transcurso del tiempo, de la misma forma en que una persona que crece de la niñez a la adultez permanece siendo la misma persona únicamente mediante el cambio[49]. Lo que muchos observadores de países ricos identifican como el elemento cultural esencial de las sociedades pobres es su pobreza. Yo he observado la decepción de turistas de países ricos cuando gente vestida en ropajes coloridos se detienen, buscan en su bolsillo, y sacan un celular para contestar una llamada telefónica. ¡No es auténtico! ¡Arruina todo el viaje! ¡A esta gente se le está despojando de su cultura! ¡Son víctimas del capitalismo global! La arrogancia de aquellos que quieren mantener a los pobres en sus ambientes natales, como lagartijas en un terrario, es sorprendente.

Aunque ver a un dalit (“intocable”) o a un maya de las montañas hablar por teléfono celular podría arruinar la visita de un acaudalado turista de la pobreza, tener la capacidad de usar la telefonía para hablar con amigos, familiares, o socios comerciales es a menudo altamente valorado por la gente que compró los celulares, y no debe verse como una amenaza a su identidad. La globalización está haciendo posible una cultura de prosperidad y libertad para los dalit y mayas, que pueden disfrutar de la riqueza y la libertad sin dejar de ser quienes son. De la misma forma en que la cultura no debe ser identificada con el aislamiento y la estasis, tampoco debe identificarse con la pobreza.

El derecho a comerciar es un derecho humano fundamental. Los argumentos “culturales” que tienden a limitar el comercio a las fronteras de los estados-nación son insostenibles. El proteccionismo cultural perpetúa la pobreza, no la cultura. Debe rechazarse, no primordialmente en el nombre de la eficiencia económica, sino en el nombre de la cultura, ya que las culturas vivientes florecen en la libertad y la prosperidad.

Notas

1. Para una discusión útil sobre las diversas falacias relacionadas al comercio internacional, ver Paul Krugman, Pop Internationalism (Cambridge, Mass.: MIT Press, 1996) y los ensayos sobre comercio de Frédéric Bastiat.

2. Peter Berger, “Introduction: The Cultural Dynamics of Globalization”, en Many Globalizations: Cultural Diversity in the Contemporary World, ed. por Peter L. Berger y Samuel P. Huntington ( Oxford: Oxford University Press, 2002)

El Cato (Estados Unidos)

 



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