El confuso decreto de nacionalización de los hidrocarburos, aireado a los cuatro vientos con alarde mediático, ha desencadenado una oleada de entusiasmos en el país, aunque muchas más dudas en el exterior.
En el país porque, el ciudadano tranquilo piensa que el negocio del gas, inteligentemente nacionalizado, rendirá grandes utilidades al Tesoro Nacional y sus beneficios alcanzarán a todo el pueblo boliviano.
Para los más enfurruñados antiglobalizadores, la decisión gubernamental les ha entusiasmado porque esperan que así, las depredadoras imperialistas dejarán de esquilmar este pobre país que empezaba a vislumbrar un feliz resurgimiento. Y aunque no lo dicen, ese despertar económico se debió a los muchos millones que esas empresas destinaron a Bolivia para explotar su inmensa riqueza gasífera, antes inertes.
La excesiva euforia habría que ajustarla a su justa proporción, teniendo en cuenta que el Gobierno y las empresas siguen discutiendo en qué medida se aceptará que se respeten los contratos o que sean enmendados de mutuo acuerdo o, por el contrario, se saltarán unilateralmente a la torera, como parece ser la intención gubernamental. Se pregunta si los inversionistas se quedarán en el país bajo condiciones acordadas, o si se irán y correrá la voz de que Bolivia no es un país fiable y que no merece la pena de que se le dedique ni un dólar. O si la majestad del Estado no será sometida al arbitraje, sea en la justicia nacional (¿?) o en la internacional (esta última en virtud de los tratados de garantía a las inversiones). O si el Estado no será obligado a indemnizar por los daños y perjuicios por el incumplimiento de los contratos. O si, por último, el Gobierno hará higas a todo lo dicho confiado en que el “padrino” venezolano le sacará de apuros en cualquier eventualidad. Por ejemplo, la inclusión de Bolivia en el plan —quimera todavía— del megaducto del sur, que más parece un show político orquestado por Hugo Chávez con el fin de controlar la provisión petrolera de Sudamérica, más que un proyecto serio de integración, pues no cuenta siquiera con los indispensables estudios de prefactibilidad. El tiempo dirá si la idea del megaducto es, técnica y económicamente, posible en un tiempo razonable. Personalmente, me alegraría. Pero no logro eludir los temores de que la sombra de Chávez sea tan alargada que malogre la tal quimera.
Pues en éstas andamos. Hasta la Conferencia Episcopal, interesada en que las cosas vayan bien, al finalizar hace unos días su última Asamblea, publicaba la siguiente declaración: “Confiamos en que esta medida (el DS 28701) pueda implementarse en el marco de la equidad y justicia, evitando la corrupción y la mala administración que conocimos en las empresas estatales del pasado. Que los beneficios redunden en bien de todos los sectores del país y, de manera especial, de los más pobres y desprotegidos de la sociedad”.
¡Qué párrafo tan denso! Propone dos virtudes: “equidad y justicia”. Y avisa de dos vicios: “corrupción y mala administración”, referidas al pasado. Conociendo el paño de los negocios públicos, me pregunto: ¿el presente nos asegura mayores garantías que el pasado? El lector tiene su respuesta.
*José Gramunt es sacerdote jesuita y director de ANF.