En cumplimiento del compromiso que asumí en mi nota anterior, ésta tendrá dos partes, la coyuntura y una propuesta para un sector de la Argentina del futuro; seguiré de ese modo en las sucesivas.
Si uno tuviera
que describir, muy brevemente por cierto, qué sucedió en la Argentina durante
la semana que terminó, debería recurrir a una imagen rara: un graciosísimo
funeral. En esa foto, los deudos verdaderamente dolidos seríamos nosotros, los
habitantes de este autocastigado país, mientras que el resto del mundo se
descostillaría de risa escuchando los chistes, muchos de pésimo gusto, contados
por los funcionarios de este decadente gobierno, presidido por alguien que se
ha ganado los títulos de yeta y chapucera.
Para hacer un
breve inventario que justifique esa comparación, es obvio que debiéramos
comenzar –¡otra vez sopa!- con las renovadas denuncias de la terrible
corrupción del ex matrimonio imperial, esta vez localizados en el paraíso
multifuncional de las Seychelles; continuaríamos –en realidad fueron contemporáneos-
con la reacción oficial, tan innoble como aterrorizada, frente a los dichos de
Jorge Lanata. Después, deberíamos trasladarnos a Río Gallegos, y recuperar
nuestra capacidad de asombro con la insólita comparación, favorable a nuestra
dibujada realidad, con Canadá y Australia, dos países exitosos que, hace
menos de ochenta años, eran parecidos a la Argentina y hoy nos superan en todo.
La saga seguiría
con la adjudicación de dos enormes, caras e ineficientes represas a
Electroingeniería, otra empresa que integra el universo de amigos K, a la que
se eligió como ganadora cuando el escándalo de las denuncias de robos y de
lavado de dinero obligaron al Gobierno a esconder, entre bambalinas, a Lázaro
Báez. Más tarde, comenzó la mala suerte presidencial: luego de sobrevolar los
fallos de la Corte referidos a la Rural y a algunos aspectos de la
“democratización” de la Justicia, y de la Cámara Comercial, que impide invadir
empresas privadas (Clarín), llegó la pretensión de La Cámpora de desalojar a
Lan y a los taxis aéreos de Aeroparque, lo cual generó un nuevo conflicto
con Chile, pese a que ya fue dictada una medida cautelar a su respecto; y el
fallo de la Cámara de Apelaciones de Nueva York, nos ha puesto al borde del
default, ya que la Casa Rosada ha dicho que no piensa cumplir y pagar el monto
de condena.
Para concluir,
la curiosísima frase con la que Lancha Scioli describió, con precisión
quirúrgica y refinada maldad, el momento actual de la administración de doña
Cristina en el Consejo de las América: “Hay que ayudar al Gobierno a
terminar lo mejor posible”. Deberíamos sacar entradas para ver cómo se las
arreglará él para explicarla, y cómo actuará ahora el oficialismo, que lo
necesita como esencial aliado en las elecciones de octubre. La Presidente es,
básicamente, una mujer y reaccionará de acuerdo con ello ante quien ha pedido
que se la “ayude” a “terminar”, colocándose en posición de tercero colaborador;
y “lo mejor posible” está, de algún modo, reñido con “bien". De todas
maneras, la viuda eterna nos ha dado ya señales claras acerca de cómo se
comportará de aquí en adelante, cuando el sol del kirchnerismo se precipita a
su ocaso final; nada de ello será pacífico ni democrático y, menos,
republicano.
Para no seguir
actuando como mero comentarista de los papelones en los que cae la Presidencia
de la República a diario –ya hasta el pajarico chiquitico del inefable
Maduro ha quedado superado por nuestra cotidiana realidad- comenzaré a cumplir
mi promesa, es decir, proponer soluciones para los problemas de la Argentina.
Hoy le tocará el turno a la industria.
Como todos sabemos, el “modelo” argentino se
ha basado, durante décadas, en buscar la protección ante los productos
importados –por la vía de barreras arancelarias o paraarancelarias- más que en
lograr calidad y precio adecuado. Las razones de esta conducta se deben tanto
las erráticas políticas gubernamentales y a la falta de seguridad jurídica como
a una equivocada y cortoplacista mirada de los empresarios. Por otra parte, un
factor que condiciona el escenario es lo escaso de nuestra población, agravado
por la pobreza y la indigencia que afecta a un 30% de los cuarenta millones, ya
que no permite abaratar la producción por falta de una economía de verdadera
escala.
Todo ello ha redundado en que los argentinos
–cuya economía no dispone de fondos suficientes para invertir en investigación
y desarrollo- debamos consumir productos más caros y menos actualizados que el
resto del mundo occidental, y en una constante presión sobre el dólar, generado
por los exportadores que lo exigen “recontra-alto” para venderlos en el mundo.
Como un espejo, las importaciones se encarecen, y eso impide a la población
acceder a ellas a buenos precios. Por otra parte, cuando la situación mejora y
la gente comienza a comprar más en el mercado interno, la única forma de evitar
la suba de precios –la inflación- es fabricar más, cosa que tampoco sucede por
la falta de un mediano plazo previsible.
La solución es totalmente distinta a
cualquiera de las encaradas hasta ahora, hayan ido éstas desde el cierre de
nuestra economía –“vivir con lo nuestro”- hasta la apertura total, tantas veces
ensayadas.
Es muy simple: se trata de que nuestros
industriales fabriquen, en todos los rubros, con altísima calidad y diseño, y
consecuentes precios altos, y salgan a competir en los mercados más
sofisticados del mundo. Argentina, pese al deterioro generalizado de las
últimas décadas, conserva un material humano de excelente nivel, y la
tecnología se encuentra disponible; por ello, con apoyo crediticio y sin los
sobresaltos habituales, la transformación puede lograrse rápidamente. Como
contraprestación, se liberaría el ingreso de productos del exterior, más
baratos y más modernos, y se conservarían todos los puestos de trabajo, incrementando
los salarios.
Para ejemplificar la idea, siempre recurro al
calzado. Para proteger a esa industria y a los cincuenta mil trabajadores que
ocupa, que producen zapatos de regular calidad y alto precio para los, quizás,
diez millones de argentinos que pueden comprar un par por año, se impide el
acceso al mercado local de calzado chino y brasileño que, por producir más de
cinco mil millones de pares, pueden hacerlo con igual calidad y a precios
bajísimos.
Si Italia o Gran
Bretaña no tienen suficientes cueros para atender a la demanda de su industria,
¿por qué Argentina –que sí los tiene- no sale a competir contra esos países
vendiendo en el exterior productos de igual estupenda calidad pero
sensiblemente más baratos? Los costos laborales de nuestro país son muy
superiores a los orientales y aún a los brasileños, pero sensiblemente
inferiores a los europeos; y Argentina puede producir cueros curtidos, y
trabajarlos, a mucho menor precio que Europa.
Entonces, si
aplicamos esta receta, otorgamos facilidades para que los fabricantes puedan
comprar la maquinaria adecuada y perfeccionar a sus operarios, podrían salir a
competir, con precios muy competitivos, con los zapatos de alta gama –de US$
1.000 el par- que se producen para ese mercado. Una vez producida la
transformación, la importación de zapatos a razón de US$ 20 o US$ 30 el par,
permitiría que todos los argentinos pudieran disponer de calzado adecuado.
Cuando digo que
los industriales del calzado se han situado en una errada posición me refiero,
concretamente, a la elección de su vocación y de su destino. Han decidido,
curiosamente, optar por vender dentro de las fronteras y ello los obliga a
hacer incalculables esfuerzos por cuidar ese territorio, esa ‘quintita’
privada. No recuerdo haber leído jamás acerca de protestas de los fabricantes
italianos o británicos de zapatos contra la invasión por China o Brasil de sus
‘territorios’. Y no lo recuerdo porque no las ha habido, porque no son competencia.
En el resto de los países del mundo que han abierto su economía, existen
sectores dispuestos a pagar fortunas (y son capaces de hacerlo) por los zapatos
de lujo, y otras franjas de mercado que, mal que nos pese, sólo pueden acceder
a calzados baratos.
Todavía los
industriales en general –el ejemplo de los zapateros ha sido sólo eso- están a
tiempo de modificar su conducta. Si no lo hacen, los vientos de la
globalización los obligarán a pagar esa factura y, con ellos, a los
trabajadores que hoy dicen proteger. Es cierto que un camino como el que
propongo requiere de seguridad jurídica, de reglas claras en materia cambiaria
y de comercio exterior y de apoyo crediticio para la reconversión de la
industria, pero supongo –y de allí este esfuerzo- que algún día podremos
dotarnos de esos pilares básicos y esenciales para el progreso de cualquier
país.
No estoy
convencido de que lo merezcamos, a la luz de cuánto hemos hecho, todos, para
destruir a la Argentina y hundirla en el arcón de los recuerdos de la Historia,
pero confío en que Dios, una vez más, vuelva a ser a ser un compatriota.
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