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11/06/2006 | Ética y poder: el caso ETA

Benigno Pendas

... Los españoles queremos el final de ETA, pero una sociedad sanamente constituida no está dispuesta a comprar el fin de la violencia al precio de una indignidad moral, incluso si eso sirve para ganar elecciones...

 

Cierto sector de la izquierda española nunca creyó con sinceridad en la Transición hacia la democracia. Todavía resuena el eco de sus lamentos. Dicen que la reforma sin ruptura fue una coartada para la dictadura y sus clases dominantes, con el fin de ganar una nueva legitimidad; que la Constitución confirma el entramado socioeconómico del franquismo; que cancela la resistencia interior, más o menos heroica.

Menos mal que la opción por la ruptura se prolonga en la lucha contra esta democracia de baja calidad que no reconoce los derechos nacionales de -al menos- Cataluña y el País Vasco. Varias generaciones «progresistas» han crecido bajo el imperio de esta falacia histórico-política. Otra cosa es la realidad prosaica de cada día. El socialismo asume con gusto la gestión del Estado de bienestar poscapitalista en plena crisis. La necesidad de utopías se transfiere a la defensa de las minorías oprimidas, sea de forma real o imaginaria. Entre ellas, ya se sabe, las naciones sin Estado, aunque tengan que perdonar los pecados burgueses de los nacionalismos periféricos. La confluencia ideológica entre el mito y el «logos» es relativamente sencilla.

Pero la izquierda decente (que ha existido y existe en España) traza una línea infranqueable frente al asesinato y el chantaje. No hace falta recordar que muchos de los suyos cuentan también entre las víctimas. La carta de la madre de los Pagaza es demoledora : «¡Qué solos se quedannuestros muertos!». Los españoles de una o de otra tendencia política -incluso los que no tienen ninguna- acumulamos juntos un valioso capital moral. Tal vez tardamos demasiado en ganar la batalla de las ideas; en convencernos de que somos más y somos mejores; en alcanzar el grado de indignación imprescindible para triunfar en la lucha por el Derecho.
 
Llegó un gran día para los buenos ciudadanos. Aquel 26 de agosto de 2002, el Congreso de los Diputados aprobó por amplia mayoría la ley de partidos. Previa sentencia judicial irreprochable, confirmada en sede constitucional, Batasuna fue apartada de las instituciones; léase, del lugar reservado en democracia para las personas honorables. El Parlamento vasco, ya lo sabemos, no quiso estar a la altura de las circunstancias. En todo caso, el Pacto por las Libertades, al renovar el poder constituyente, parecía eliminar las últimas reservas mentales.
 
Supuso un alivio para la gente honrada después de tantas cesiones ante los secuaces de las «bloody instructions», como diría Macbeth. Han pasado menos de cuatro años... Hemos dilapidado casi todo el capital por culpa de una confusión interesada entre la ética y el poder. No todo vale. La política, la vida, la condición humana, son algo más que un simple agregado de intereses particulares. Hay una fibra moral que apela al sentido más elemental de la justicia.
 
Da lo mismo que se ampare en el derecho natural, en el imperativo categórico, en la virtud cívica o en la democracia deliberativa. Lo cierto es que una sociedad se extingue cuando pierde la fe en sí misma. Tiene que ganar el que lo merece. La política no se reduce a poder desnudo, según se atribuye -equivocadamente- a Maquiavelo. La prioridad de la ética no depende de la ideología: expresa una exigencia de la civilización. Hasta aquí la teoría.
 
La realidad supera la peor de las previsiones. Zapatero parece decidido a imitar a Fernando VII: «...como si no hubieran pasado jamás tales actos y se quitaran de en medio del tiempo», decía aquel lamentable decreto de 4 de mayo de 1814. Aceptar condiciones previas sobre los presos y Batasuna nos devuelve al punto de partida. Antes del Pacto y de sus consecuencias legales, ahora vulneradas en la letra y en el espíritu, los terroristas contaban con una patente de inmunidad psicológica, la hipótesis previsible de un retiro sereno y apacible entre los suyos.
 
Ahora, el futuro de los integrantes de la banda se da por descontado, acaso con alguna hipocresía burocrática sobre el arrepentimiento. Paso paralelo:Batasuna regresa, si es que alguna vez se ha ido. No es seguro que pueda volver por la puerta grande, pero descuenta ya su presencia en las próximas elecciones locales para recuperar una parte sustancial de la financiación pública. Otro requisito cumplido.
 
El interlocutor está definido. La negociación, lista para empezar. El precio político ya está pagado: los terroristas saben muy bien que cuando no pierden es porque han ganado. Antes de la salida, no sólo controlan el ritmo del proceso sino que han conseguido varios objetivos prioritarios, desencuentros teatrales al margen. ¿Cómo no van a estar contentos?
 
Hablemos ahora de las mal llamadas «mesas» políticas. Otra vez el defecto de origen : democracia imperfecta busca legitimación «a posteriori». Actúe bajo formas revolucionarias o moderadas, el nacionalismo busca el control exclusivo del territorio, el pueblo y la soberanía, esto es, los tres elementos del Estado según la teoría clásica.Todo apunta en la misma dirección. Territorio: Navarra en el punto de mira.
 
Pueblo: exclusión de los no nacionalistas. Poder originario: interpretados con retórica generosa, los derechos históricos prestan útiles servicios allí donde no alcanza el lenguaje contundente de la soberanía nacional o del derecho de autodeterminación, su sucedáneo colonial. ¿Dónde está el límite? Imposible saberlo, aunque las impresiones no pueden ser peores. Si la Constitución casi se viene abajo con el Estatuto catalán, el proceso actual está por completo fuera de control.
 
Muchos votantes del PSOE deberían reflexionar seriamente. Aislar al PP para romper el empate sociológico entre la izquierda y la derecha tal vez sea una maniobra eficaz para ganar elecciones, pero pone en riesgo los fundamentos del Estado y de la nación española. ¿Qué debe hacer el PP? Rajoy sigue siendo prudente y moderado, que nadie se engañe ni dentro ni fuera: resiste presiones, matiza discrepancias y hace honor a su responsabilidad como hombre de Estado. Lo va a seguir haciendo, a juzgar por su trayectoria.
 
Cuando dice «rompo», actúa por cuestiones de principio. Zapatero quiere ir demasiado lejos y conduce demasiado deprisa. El líder popular no está dispuesto a acompañarle por esta vía inmoral. El acuerdo político está en función de principios éticos intangibles y no de estrategias coyunturales. El bien común exige a día de hoy esa ruptura concluyente. Si el presidente del Gobierno no lo entiende, cometerá un error definitivo. No hay proceso sin el concurso de la oposición, tan importante como el Gobierno en una democracia digna de este nombre. Si es capaz de rectificar, tal vez nos encontremos con alguna sorpresa. Cuestión de tiempo.
 
Dicen tantas veces que «España no es una nación» que confunden sus deseos con la realidad. Luego, se extrañan al escuchar el clamor de la gente una y otra vez. «Las naciones no piensan, sienten», escribe Bernard Crick, un inteligente pensador laborista. Los españoles queremos el final de ETA, pero una sociedad sanamente constituida no está dispuesta a comprar el fin de la violencia al precio de una indignidad moral, incluso si eso sirve para ganar elecciones, para evitar atentados o para disfrutar a gusto del bienestar cotidiano.
 
Alguien quiere hacer de aquella parte de España un desierto y luego llamarlo «paz». Lo tiene difícil. La gran mayoría estamos con las víctimas, símbolo de la dignidad, no por un cálculo interesado de la oportunidad política sino por una razón ética de orden superior. Por ello mismo, el apoyo a las víctimas debe ser entendido como el sentimiento de todos, con voluntad de integración y sin concesión alguna a los intereses particulares. «Una voce», decían los romanos para apelar al pueblo.
 
BENIGNO PENDÁS
Profesor de Historia de las Ideas Políticas

ABC (España)

 


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