En función del principio de la igualdad, todos los ciudadanos tienen el derecho a intentar lo mismo. Pero la pampa uniforme de la igualdad se ve alterada por otro principio difícilmente conciliable con ella. Estamos pensando en el principio del liderazgo.

Podríamos definir al líder como aquel que marcha delante de los demás ciudadanos, mostrándoles un camino. A veces su propuesta se lanza en competencia con otras propuestas de distinto signo. Las diversas propuestas luchan entre ellas hasta que una de ellas, eventualmente, prevalece. Sólo un zángano fecundará a la reina. La voluntad popular terminará por levantarle la mano, así, a un líder de su preferencia. En una democracia, la pugna por el liderazgo continuará aún después más allá de este pronunciamiento. En una autocracia, el líder triunfante descabezará o procurará descabezar a sus antiguos rivales.

Si la democracia es, además, una república, la victoria de un aspirante a líder sobre sus rivales sólo valdrá por un plazo. Cuando venza este plazo, la lucha se reiniciará. La espada de Damocles del cambio cuelga sobre las repúblicas, ya que al pueblo siempre le quedará a mano la posibilidad de rectificarse una vez que el plazo inicial se haya cumplido.

Esta breve descripción da la idea de que los líderes o los aspirantes a líderes abundan y que el problema político es únicamente "reducirlos", seleccionando entre ellos. Pero éste no es necesariamente el caso, puesto que también puede ocurrir, por lo contrario, que los líderes o los pretendientes a ser líderes "escaseen". Que un país atraviese un desierto de liderazgo.

Este país, ¿podría ser el nuestro? Es obvio, por supuesto, que el mandato presidencial de Cristina corre hacia su fin. A esto hay que agregar que la Presidenta no ha querido o no ha podido encarar el desafío de su continuidad. Primero ensayó recorrer la vía de la "Cristina eterna" que le sugerían los más fanáticos de sus seguidores. Esta vía se cortó con la posibilidad, acariciada en su momento por la propia Presidenta, de la reelección indefinida. Pero nada vino al fin a reemplazar al proyecto original de "Néstor y/o Cristina" que se frustró con la muerte de éste. La de Cristina ha quedado desde entonces como una presidencia trunca, sin porvenir a la vista.

Se pueden plantear de este modo dos situaciones opuestas en materia de liderazgo. Una de ellas, que llamaríamos "normal", sería aquella en virtud de la cual varios líderes potenciales compitieran por la sucesión de Cristina. Este esquema correspondería a la "democracia con líderes", en lucha entre sí, que contempla la doctrina. La otra, anómala, corresponde a un esquema de democracia sin líderes en el cual la presidenta en funciones, que ya no puede ser pero tampoco, como el perro del hortelano, deja que otro sea. ¿Es ésta, acaso, la actitud de Cristina?

Con o sin estrategia de continuidad a la vista, en cualquier caso, la vida seguirá. Cristina, por lo visto, en un año dejará de ser. ¿Qué o quiénes la sucederán? Ésta es la única pregunta que verdaderamente importa. ¿Es que, lo reconozcamos o no, seguimos siendo virreinales? Dos alternativas se nos ofrecen en este campo. La opción de Cristina fue aferrarse al decreciente poder que le iba quedando, pero al fin sin esbozar un horizonte. La otra opción sería escoger un horizonte a la vez conducente y rotativo, de manera tal que alguien venciera sin impedir futuras rotaciones. Ésta sería la fórmula de una democracia alternativa y viable. Esperemos que sea la nuestra.

Lo lógico sería, por este camino, que de la competencia por el liderazgo que está por arrancar surgieran un vencedor y varios -no muchos- pretendientes. Ganara quien ganase en adelante, la competencia por el liderazgo quedaría concentrada en ellos. Tendrían que exhibir además convicciones diversas pero compatibles, de aquellas capaces de conformar un conjunto de políticas de Estado. De esta manera, la continuidad de nuestro rumbo futuro quedaría asegurada.

Lo que estamos proponiendo, en definitiva, es conformar un sistema. Como lo hemos dicho otras veces, ya lo tuvimos con el acuerdo de San Nicolás y la Constitución de 1853 y lo perdimos a partir del golpismo de 1930, sin que hayamos podido recuperarlo desde entonces. ¿Pero cuál fue la diferencia esencial entre 1853 y todo lo que vino de 1930 en adelante? Que en 1853 habíamos forjado un acuerdo universal que nos sirvió como base de una única etapa de desarrollo de ochenta años, pero que a partir de 1930 un grupo minoritario tras otro pretendieron imponer su voluntad a los demás.

Ahora, como Penélope, tendremos que deshacer el tejido de lo que tejimos mal para reencontrarnos con el rumbo de lo que fue y volverá a ser la clave de nuestra grandeza.