Se hizo evidente, a juzgar por la escalada de violencia que vino después, que El Chapo no era un mediador eficiente entre el gobierno y grupos criminales
Vicente Fox ganó la Presidencia con pocas ideas sobre
cómo abordar los arreglos que el Estado mexicano sostuvo durante más de
cincuenta años con las organizaciones mexicanas dedicadas al negocio del
narcotráfico.
Podía mantener intocados los acuerdos con los
principales capos o también divorciar a las instituciones formales del poder
criminal. Al principio optó por una vía peor: ignoró el problema.
Esa negligencia no tardó en reclamar. Entre julio y
diciembre del año 2000 las distintas facciones criminales aprovecharon para
pelear fronteras y mercados.
Sin árbitro, el juego se puso salvaje; el grupo de Sinaloa, por ejemplo,
decidió incursionar en territorios gobernados por el Cártel del Golfo y el
segundo respondió con idéntica moneda.
El 19 de enero de 2001, en el penal de Puente Grande,
fue liberado Joaquín Guzmán Loera para que ayudara a meter orden entre sus
antiguos aliados.
Su salida del reclusorio se disfrazó frente al público
como si se tratara de una fuga extraordinaria. Las autoridades contaron que ese
líder criminal había escapado dentro de un carrito de ropa sucia hasta la
puerta de la cárcel.
Pasado el tiempo se hizo evidente el error. A juzgar
por la escalada de violencia que vino después, quedó claro que Guzmán Loera no
era un mediador eficiente entre el gobierno y los distintos grupos criminales.
No logró construir un acuerdo de paz entre las
organizaciones de Tijuana, Juárez, el Golfo, Los Zetas, el Cártel de Sinaloa,
los Beltrán, los Valencia o la Familia michoacana.
Al contrario, la pugna entre tales empresas alcanzó
proporciones extraordinarias: más de 100 mil muertos y 40 mil desaparecidos.
El gobierno se volvió actor responsable en este
episodio cuando decidió perseguir a casi todas las organizaciones, menos a la
empresa encabezada por Joaquín Guzmán. También se libraron de la ira
institucional los hermanos Valencia, líderes del Cártel Jalisco Nueva
Generación (CJNG).
Con menosprecio hacia lo sistémico del fenómeno, los
subalternos de Felipe Calderón solían justificarse explicando que era necesario
enfrentar primero a los criminales más violentos.
Una vez que el PRI regresó al Palacio Nacional, de
nuevo fue apresado Guzmán Loera, en febrero de 2014. En Mazatlán afirman que la
gran mayoría de los efectivos participantes en su captura eran hombres güeros y
altos que hablaban inglés.
Horas después de la detención, el gobierno
estadounidense exigió que se le extraditara. Pero en México no quisieron
arriesgarse a que Guzmán abandonara el país. Cabe suponer que posee información
capaz de provocar un incendio político de proporciones mayúsculas.
Durante el último año, el CJNG ha ganado mucho
terreno. En mayo esa empresa criminal hizo una demostración logística para
presumir superioridad frente a cualquier otro competidor, el Estado mexicano
incluido.
El CJNG opera hoy en geografías que antes eran
gestionadas por los empresarios sinaloenses y, a diferencia de sus predecesores,
no parece estar dispuesto al pacto político.
Justo en este contexto, Joaquín Guzmán Loera es
excarcelado por segunda ocasión. La historia del operador libre se repite sin
que sorprenda demasiado la coincidencia.
ZOOM: Existe una versión alternativa a esta narración.
La ofreció el subsecretario Monte Alejandro Rubido: un pequeño orificio de 50
por 50 centímetros, conectado con un túnel de descenso y luego con otro de un
kilómetro y medio que desembocó en la colonia San Juanita, etcétera, etcétera.
Al lector le toca decidir cuál historia es más
verosímil: si la del operador del gobierno o el remake de la fuga
extraordinaria.