El inicio del proceso que podría llevar al impeachment del presidente norteamericano es irreversible, y sus consecuencias a corto, mediano y largo plazos son impredecibles.
La semana que inicia será recordada, para la posteridad,
como aquella en la que comenzó el desenlace del periodo turbio y desafortunado
que, para la historia norteamericana —y la de la democracia moderna—, ha
representado la llegada de Donald J. Trump a la presidencia de Estados Unidos.
Un desenlace para el que todas las cartas están sobre la
mesa, en una partida cuyas repercusiones podrían llegar, incluso, a la
defenestración del hombre más poderoso —y soberbio— del mundo, y a la que se
sientan los jugadores que tienen injerencia —e interés— real en el proceso. Lo
que habíamos visto, hasta ahora, no habían sido sino escarceos: el juego, a
partir de este momento, ha cambiado por completo.
Por completo. El inicio del proceso que podría llevar al
impeachment del presidente norteamericano es irreversible, y sus consecuencias
a corto, mediano y largo plazos son impredecibles, en una coyuntura en la que
los participantes se han embarcado en una apuesta de la que, sin importar lo
ocurrido en el pasado, sólo puede resultar un ganador en la mesa. Esta vez es
todo por el todo.
Todo por el todo. Las acusaciones en contra del
presidente norteamericano son claras, y la evidencia se sigue acumulando en
torno al intento de extorsión, para obtener el apoyo de gobiernos extranjeros,
en contra de uno de sus adversarios políticos. La respuesta del mandatario ha
sido errática, por decirlo con amabilidad, y la falta de estrategia ha tenido
como consecuencia una serie de errores de comunicación, suyos y de sus
abogados, que no han hecho sino complicar la defensa de lo indefendible.
Trump está acorralado, y las decisiones que toma en el
momento más difícil de su vida no muestran sino a un anciano arrogante y
desesperado, que se sabe débil y trata de evitar la amenaza que enfrenta de la
única manera que conoce, y extorsiona al Presidente de una nación que necesita
su apoyo, de la misma manera que lo haría —como lo ha hecho— con cualquier
inquilino que le estorbase. Trump se sabe con la bota al cuello, y más aún
cuando, a los problemas internos, se suman los externos. Los supuestos avances
para lograr el desarme total de Corea del Norte han quedado suspendidos en las
últimas horas, y las intenciones poco democráticas del presidente de Estados
Unidos han quedado develadas por el líder menos democrático del mundo y, para
más inri, acaba de sufrir la primera deserción entre los senadores
republicanos. Lo que sigue, a partir de ahora, no será sino un aluvión de
acontecimientos.
Un aluvión que podría ser más caudaloso de lo esperado.
La legislación norteamericana es clara y, ante la posible —probable—ausencia
del presidente, la línea de la sucesión caería, primero, en el vicepresidente
en funciones y, después, en quien ocupe la presidencia de la Cámara de
Representantes: en este caso, Mike Pence y Nancy Pelosi, respectivamente. Es
ahí, en esos cuartos de guerra, en donde se plantea la batalla por el poder que
se aproxima.
Trump está quemado políticamente: tanto Pence como Pelosi
lo saben bien. Los dos tienen oportunidades para llegar a la presidencia: los
dos habrán de enfrentar retos —y tener la convicción absoluta— para lograrlo.
Pence, sin embargo, está tocado por Trump, quien parece estar dispuesto a
arrastrarlo en su caída. Investíguenlo también, afirmó a los medios: lo que
venga, de ahora en adelante, es un juego completamente distinto. La política estadunidense
ha pasado, en un momento, del juego por el gobierno al juego por el poder. Y el
juego comienza, precisamente, hoy.