Una sociedad democrática de ciudadanos temerosos que no se atreven a manifestar sus opiniones está condenada a sucumbir ante los más matones y chillones.
En un
sondeo
reciente entre 2.000 norteamericanos elaborado por el Cato Institute y
YouGov, el 62% de los encuestados dijeron que "el clima político actual
les impide decir lo que piensan por si alguien pudiera considerarlo
ofensivo". En
2017
eran el 58%. "Una mayoría de demócratas (52%), independientes (59%) y
republicanos (77%) convinieron en que tienen opiniones políticas que
temen compartir".
Quienes se consideran progresistas fervientes se autocensuran mucho menos:
En cambio, los rotundamente progresistas se mantienen
como el único grupo político que siente que puede expresarse. Cerca de 6
de cada 10 (58%) progresistas fervientes sienten que pueden decir lo
que piensan.
Si la muestra es verdaderamente representativa, los números son
escalofriantes: en teoría, EEUU protege el más amplio espectro de la
libertad de expresión, gracias a la Primera Enmienda de su Constitución.
Sin embargo, el americano medio que se autocensura empieza a
aproximarse al ciudadano común de Alemania, donde una encuesta sobre
autocensura realizada hace un año concluyó:
Casi dos tercios de la ciudadanía está convencida de que
"a día de hoy hay que ser muy cuidadoso con las opiniones que se
formulan", ya que hay numerosas leyes no escritas sobre lo que es
aceptable y admisible.
La diferencia es que Alemania tiene algunas de las leyes sobre discursos de odio más draconianas de Europa. EEUU, en cambio, no tiene leyes de ese tipo.
"Casi un tercio (32%) de los norteamericanos con empleo dicen temer
perder oportunidades de promoción o incluso el trabajo si salen a la luz
sus opiniones políticas", refiere la encuesta del Cato.
Comparten esa preocupación estadounidenses de todo el
espectro político: al 31% de los progresistas, el 30% de los moderados y
el 34% de los conservadores les preocupa que sus ideas políticas les
hagan perder el empleo o dañen su carrera profesional (...) Los más
preocupados son los que tienen más estudios. Casi la mitad (44%) de los
norteamericanos con posgrado dicen que les preocupa que sus carreras
resulten perjudicadas si otros descubren sus opiniones políticas, frente
al 34% de los licenciados [college graduates], el 28% de quienes han pasado por la universidad [some college experience] y el 25% de los bachilleres [high school graduates].
Hay una notable diferencia entre los demócratas y los republicanos con más estudios:
Una cuarta parte de los republicanos con el título de
bachillerato (27%) o que han pasado por la universidad (26%) temen que
sus opiniones políticas les perjudiquen en el trabajo; pero la cifra
llega al 40% entre los republicanos con licenciaturas y al 60% entre los
posgraduados.
La encuesta revela asimismo que los estadounidenses con menos de 30
años están más preocupados que sus compatriotas de más edad por si sus
opiniones políticas dañan sus carreras.
Que sean los jóvenes los que más temen expresarse –la encuesta
sugiere que es porque "pasan más tiempo en las universidades
norteamericanas"– es particularmente preocupante para la fortaleza de la
democracia. Ahora bien, no es sorprendente. Los campus del país siguen
una derrota izquierdista desde hace décadas. Con consecuencias de sobra conocidas: proliferación de espacios seguros y advertencias ante determinados temas o contenidos [trigger warnings], escraches contra personalidades conservadoras y una cultura de la cancelación
que pone en la mira a profesores y estudiantes que disienten de una
ortodoxia política universitaria cada vez más totalitaria.
Recientemente, la decana de la Escuela de Enfermería de la Universidad
de Massachusetts Lowell, Leslie Neal-Boylan, fue despedida tras escribir "Las vidas negras importan, pero las demás vidas también" en un email a los estudiantes y al profesorado.
La cultura de la cancelación se ha trasfundido de los campus a la
sociedad. Los asuntos que ya no son objeto legítimo de un debate público
incondicionalmente libre y abierto son cada vez más: la raza, el
género, los méritos de la historia y la civilización occidentales y el
cambio climático están en lo más alto de la lista de asuntos proscritos.
Además, hay incontables palabras y conceptos que han dejado de ser
considerados legítimos; incluso nombres de alimentos. Quien disiente
públicamente en alguna de esas cuestiones se arriesga a ser
inmediatamente cancelado, sobre todo desde la muerte de George Floyd y el inicio de las protestas de Black Lives Matter por todo EEUU, según informó
Gatestone. La encuesta del Cato aporta más evidencias de que los
efectos de dichas cancelaciones sobre la gente son tremendos, y no
deberían ser subestimados.
Cuando la ciudadanía deja de expresar en público sus opiniones por
miedo a perder el trabajo o su posición social, la democracia tiene
–debería tener– un gran problema. El libre intercambio de opiniones e
ideas es la base de las democracias dignas de tal nombre. ¿Cuántas
opiniones se pueden proscribir, o cuánta gente cabe cancelar, antes de que también sea dinamitado el debate público?
Una sociedad democrática de ciudadanos temerosos que no se atreven a
manifestar sus opiniones está condenada a sucumbir ante los vociferantes
y los matones.
***Traducción del texto original: Self-censorship in the US
Traducido por El Medio