La oposición está empoderada, y más unida que nunca: lo que hemos vivido en los últimos días, desde el repudio masivo a la consulta de revocación de mandato hasta la histórica sesión del día de ayer, en el Congreso de la Unión, no deja lugar a dudas. Las cosas han cambiado por completo.
Las cosas han cambiado y, por primera vez en la historia
reciente, la disrupción no ha surgido gracias a la presencia de un candidato
que haya logrado entusiasmar y aglutinar a la ciudadanía, o al esfuerzo de un
partido –o coalición– que haya trabajado para recuperar la confianza de la
sociedad civil. Al contrario: en el caso específico de la votación de ayer, la
presión de la ciudadanía fue la que –literalmente– obligó a los legisladores a
garantizar su asistencia y a definir, públicamente, el sentido de su voto. El
presidente despertó a la hidra: después de tantos agravios, la ciudadanía
terminó por convertirse en la verdadera oposición.
El sexenio, en los hechos, ha terminado: tras la
experiencia de ayer, será literalmente imposible que el gobierno logre pasar
cualquier iniciativa que no haya recibido antes el visto bueno no de los
partidos políticos, sino de la sociedad civil entera. La presión no cederá, y
cada una de las actuaciones de los legisladores de oposición, su asistencia a
las sesiones, y el sentido de su votación, serán fiscalizados –minuciosamente–
por una ciudadanía que hoy se sabe con el poder para hacerlo.
La consulta de revocación de mandato –con sus míseros
resultados– sólo sirvió para poner en evidencia al rey desnudo; la pifia de la
reforma más importante del sexenio marca el inicio, de facto, del declive de un
personaje que, si bien conserva todo el poder, ha perdido por completo el
control. Una fiera herida y –ni duda cabe– sedienta de venganza: el peligro es
evidente, y la locura real comenzará cuando –como se hizo en España, durante la
época franquista– nuestro dictador en ciernes pretenda imponer su voluntad por
la razón o por la fuerza. ‘No me vengan con ese cuento de que la ley es la
ley’, espetó a la Corte hace unas semanas: a partir de hoy el discurso se
endurecerá y, lo que –sin duda– fue una derrota ayer, habrá de convertirse en
el estandarte de mañana.
El autoritarismo está a la vuelta de la esquina: primero
se propuso sancionar a quienes no participaron en la faramalla anterior y,
ahora, comenzará el etiquetado de los ‘traidores a la Patria’ que han osado
diferir con el inobjetable. La estrategia de polarización –favorita de los
bolivarianos y, ciertamente, la única que domina el régimen en funciones– se
elevará a niveles insospechados, y se tratará de colocar a la nación entera en
una falsa disyuntiva para optar entre ‘ellos o nosotros’, metiendo en el mismo
costal, por un lado, a lo peor del pasado, lo más cuestionable del presente y
–también– a lo más legítimo de una sociedad que está despertando. Por el otro
lado, el anciano que sigue luchando por el pueblo bueno, y cuyo período
constitucional resultó demasiado corto, entre pandemias y traiciones, para
lograr su cometido. ‘No me vengan con ese cuento de que la ley es la ley’.
La polarización es una trampa, y seguir cayendo en ella
es responsabilidad exclusiva de quienes estén dispuestos a hacerle el caldo
gordo a un presidente que no tiene nada más por ofrecer al país que un rencor
que, de acuerdo a sus propios cálculos, lo mantendría en el poder en tanto
fuera capaz de seguirlo atizando. La discusión cotidiana de cada uno de sus
dichos y actos –tal y como lo hemos hecho, desde que instauró sus conferencias
mañaneras– es un error estratégico, en tanto le seguimos cediendo el control de
la agenda pública y, por ende, contribuyendo a sus objetivos.
La solución es ignorarlo. La sociedad civil está
empoderada, y ha sido capaz de convertir a un Poder Legislativo, hasta ahora
del todo inútil, en un contrapeso efectivo a los caprichos del Ejecutivo. Ayer
logramos mucho: la ciudadanía ha recuperado el control, al menos, de uno de los
tres Poderes. Y no lo soltaremos.