La derogación de la ley de protección deja al país desguarnecido frente a una amenaza de acaparamiento advertida mundialmente.
La llamada ley
de protección de tierras rurales, derogada en el contexto del decreto
ómnibus emitido por el gobierno de Javier Milei, tenía por objeto
salvaguardar el vasto patrimonio territorial argentino de cualquier
pretensión o intención maliciosa por parte de personas, corporaciones o
estados extranjeros mediante la imposición de restricciones sumamente
precisas y claras para su adquisición por esos actores. El decreto de
necesidad y urgencia ahora dictado justifica su derogación argumentando
simplemente que “limita el derecho de propiedad sobre la tierra rural y
las inversiones en el sector”, lo que es una verdad a medias porque
desconoce las razones que condujeron oportunamente al Congreso a aprobar
tales limitaciones, que sólo afectan a los extranjeros.
La norma en cuestión fue promulgada por el gobierno de Cristina
Fernández el 27 de diciembre de 2011 con el número 26.737. Es justo
reconocer que las primeras iniciativas para legislar sobre este asunto
relevante para la seguridad y la integridad nacional datan de una década
antes, y emanaron de la Coalición Cívica. Por ese entonces estábamos
superando las consecuencias económicas del golpe de estado de Eduardo
Duhalde y Raúl Alfonsín, la Argentina estaba a precio de remate, y era
corriente escuchar que narcotraficantes mexicanos, asistidos por
conocidos estudios y comisionistas locales, blanqueaban sus dineros
espúreos adquiriendo tierras en la Argentina. Si bien la ley finalmente
sancionada le ponía límites y obstáculos a esa práctica, su objetivo
principal no era sin embargo combatir el lavado.
La ley derogada por el presidente Milei se proponía puntualmente dar respuesta a un fenómeno mundialmente conocido como land grabbing
(apoderamiento de tierras), que estalló después de la crisis financiera
de 2008 y el alza de los precios de las materias primas, y que consiste
en vastas operaciones comerciales y especulativas transnacionales, a
menudo conducidas por grandes fondos de inversión, relacionadas con la
producción y exportación de alimentos y biocombustibles. Ese fenómeno
captó rápidamente la atención y generó una multitud de artículos
periodísticos, estudios académicos y tomas de posición, incluso por
parte de organismos multilaterales como la FAO o el Banco Mundial. La
ley argentina, más que otro ejemplo de intervencionismo estatal, pareció
una reacción prudente y oportuna frente a lo que se percibió como una
amenaza de veloz propagación.
A esos fines, la norma estableció varios límites. Un límite general:
la posesión de tierras por extranjeros no puede superar el 15% del
territorio nacional, provincial y municipal; un límite por nacionalidad:
la posesión de tierras por parte de extranjeros de un mismo origen no
puede superar el 4,5%; un límite individual: ninguna persona física o
jurídica extranjera puede poseer más de 1.000 hectáreas tanto en la
llamada “zona núcleo” (la de mayor productividad) como en las que fueran
declaradas equivalentes en el resto del territorio según un esquema
detallado luego de la sanción de la ley, y finalmente un límite
estratégico: los extranjeros tenían vedado poseer tierras “con cuerpos
de agua importantes y permanentes, o que sean ribereñas a cuerpos de
agua importantes y permanentes”, y también se les prohibía la compra de
tierras ubicadas en zonas de seguridad de frontera.
Casi todos los países establecen limitaciones a la tenencia de
tierras por extranjeros. Pero, tal vez por su novedad, esta ley pisó
localmente varios callos, a juzgar por la multitud de artículos,
estudios y comentarios emanados del “círculo rojo” tras su promulgación,
en su gran mayoría tendientes a impugnarla con diversos argumentos:
desde la presunta inconstitucionalidad de su distinción entre argentinos
y extranjeros hasta su ineficacia para los mismos propósitos que la
norma se imponía. Hubo quienes llamaron la atención sobre los múltiples
resquicios que dejaba expuestos a los interesados en sortear sus
restricciones, incluida la complicidad de agentes locales. Casi todas
las grandes adquisiciones de tierras por parte de extranjeros han estado
sospechadas de irregularidades, y muchas tienen causas abiertas. Hace
poco resurgió un sonado caso sobre la adquisición en la Patagonia de
60.000 hectáreas lindantes con la frontera con Chile por parte de un
grupo chileno enmascarado tras testaferros locales.
Así y todo, una de las primeras medidas del gobierno de Mauricio
Macri, en 2016, fue reglamentar la ley de protección de tierras rurales
de tal modo que multiplicó los resquicios abiertos para violar sus
prescripciones, incluso eliminando previstas comunicaciones a la AFIP y
la UIF en el caso de transacciones potencialmente sospechosas de lavado
de dinero. La reglamentación de Macri tuvo además otro efecto: quebró
las series estadísticas ordenadas por la ley y hoy no contamos con
cifras nacionales confiables sobre la tenencia de tierras rurales por
parte de extranjeros para saber si aumentó o no respecto del 5,9% que
arrojó el primer relevamiento realizado en 2012. Las cifras de 2022
disponibles sólo dicen que estadounidenses, italianos y españoles siguen
siendo los principales tenedores, y que esa tenencia se redujo en la
última década, algo difícil de creer.
Al derogar esta ley, el gobierno de Javier Milei deja al país
desguarnecido frente a un fenómeno mundial de acaparamiento de tierras
rurales por parte de grandes fondos de inversión cuya amplia descripción
y reconocimiento excede las banderías ideológicas o las posturas
principistas. En el mundo hay cinco grandes praderas: en América del
norte, en América del sur (nuestra pampa y la que comparten el sur de
Brasil y Uruguay), Australia, Sudáfrica y Eurasia (Ucrania). El fondo
Blackrock revolotea sobre una Ucrania deliberadamente devastada. Los
viejos colonos boers que cultivaron la sabana sudafricana sufren desde
hace años el acoso inexplicable de bandas negras armadas que los
asesinan y destruyen sus fincas e instalaciones, y más tarde o más
temprano muchos se sentirán inclinados a vender para salvar sus vidas.
La Argentina atraviesa por un momento de extrema debilidad económica,
financiera e institucional, algo que el nuevo gobierno parece decidido a
resolver. No se entiende sin embargo la necesidad y la urgencia de
acentuar esa debilidad derogando una norma cuyas previsiones, aun
imperfectas y mejorables, le otorgaban algún grado de protección frente a
una amenaza real. Habría sido más razonable eliminar las partes de la
reglamentación de Macri que le limaban los colmillos y la volvían casi
anodina. El argumento de favorecer las inversiones empleado en el
decreto ómnibus es cuestionado desde la misma ley derogada: “no se
entenderá como inversión la adquisición de tierras rurales, por tratarse
de un recurso natural no renovable que aporta el país receptor”, decía
en su artículo 14. Aunque lo fuera, cabría preguntarse si ésa es la
clase de inversiones (extractivas, especulativas) que al país le
conviene.
Aunque a nosotros nos parezca de mediana a chica, una explotación
rural de 1.000 hectáreas de tierra apta para la agricultura o la
ganadería representa una opción más que apetecible para cualquier
emprendimiento familiar, o para una sociedad pequeña o mediana. ¿Qué
otro motivo podría alentar la derogación de una ley que impone las
restricciones comentadas sino favorecer justamente el ingreso de los
grandes consorcios financieros que aspiran a concentrar vastos recursos
productivos en pocas manos? Al evitar la concentración de tierras en
manos de personas o sociedades extranjeras, la ley reservaba su
disponibilidad para personas o sociedades argentinas, con poder de fuego
financiero mucho más reducido.
Aquí no se trata de xenofobia sino de inteligencia, de perspectiva
estratégica, como lo vio claramente la generación fundadora que admira
Milei. La tierra rural es un recurso inapreciable para cualquier
política pública que se plantee la Argentina, y no sólo desde el punto
de vista de su rendimiento económico. La tierra, la distribución de la
tierra, es una herramienta particularmente útil para la política
demográfica que este país despoblado está reclamando a gritos. Al menos
las tierras fiscales, por ejemplo, podrían ser ofrecidas con hipotecas a
larguísimos plazos para atraer a los granjeros amenazados en Sudáfrica,
a los agricultores ucranios cuyas parcelas, galpones y maquinarias han
sido arruinados por las bombas, a los productores lecheros
inexplicablemente perseguidos en los Países Bajos. Todos ellos nos
enriquecerían con su trabajo, con su cultura, con sus familias. Mucho
más que los especuladores que lograron infiltrar esta derogación en el
paquete del decreto ómnibus.
–Santiago González
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