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02/12/2010 | Hermano latino contra hermano latino

Martín Santiváñez Vivanco

Al menos formalmente, la manera en que los gobiernos de Costa Rica y Nicaragua han afrontado su problema limítrofe refleja dos concepciones del poder que se oponen frontalmente. Por un lado, la clase política costarricense invoca a las instituciones regionales, se adhiere al derecho internacional y busca infructuosamente el respaldo global que legitime su reclamo. A su vez, el gobierno sandinista apuesta por una estrategia confrontacional, apela a la soberanía y militariza la zona en disputa. La polarización se desata rampante y, como siempre, son los pobladores inocentes los que tienen que asumir las consecuencias de estos arrebatos del nacionalismo.

 

Costa Rica es uno de los pocos países latinoamericanos en los que reina una especie de paz kantiana posmoderna. Su población está abocada a levantar un país grande, próspero y libre. Costa Rica ha renunciado, voluntariamente, a la raison d'Etat en beneficio de un proyecto coherente que dignifique a sus habitantes, siempre en el marco de la democracia. Sin someterse a ideologías vanas y caducas, los costarricenses han ido construyendo un modelo interesante, que brota de su particular derrotero histórico. Se les respeta y aprecia, y con frecuencia son citados como un ejemplo para el resto de la región. Costa Rica no es, por supuesto, la Utopía de Moro o la civitas de Campanella, y como no pretende serlo, el realismo ha imperado en su praxis política. Sufre, como todas las sociedades, de vicios, desviaciones y problemas concretos, pero se esfuerza en educar a la población para los retos ciertos de la convivencia. Su prestigio, hay que decirlo, crece con el siglo y se expande firme en el nuevo orden global.

Nicaragua, por su parte, es una tierra que evoca dignidad, honor y valentía. Un pueblo que tuvo que soportar por décadas a la infame estirpe de los Somoza está preparado para todo y merece respeto. Los nicaragüenses, gentes sencillas y trabajadoras, han logrado sobrevivir a las duras perversidades del poder y a la gravísima miopía caudillista de su clase dirigente. El sandinismo encarnó, a su manera, los sueños de una nación oprimida que anhelaba justicia y libertad. Pero aquel mesianismo revolucionario que irrumpió en Managua en 1979 ha degenerado hasta convertirse en un sucedáneo del somocismo. Daniel Ortega, todo un alquimista, logró transformar el sandinismo original en el remedo de su antigua Némesis. Controla el poder a través de sinecuras populistas y apela a la bravata militar como una vieja maniobra para conservar el poder.

Poco queda del viejo arielismo latinoamericano, ese gran ideal fraterno del uruguayo José Enrique Rodó defendido hasta hace unos años por los jerarcas sandinistas. Poco, muy poco de esa hermandad real que proclamaban a todos los países del continente en trova y en verso. Es doloroso comprobar hasta qué punto los herederos de Sandino en el poder, en vez de someterse a una instancia internacional como ordenan el derecho y la razón, prefieren despertar los bajos instintos del chauvinismo por simples móviles políticos. Sería catastrófico y condenable que Costa Rica reaccione con gestos xenófobos masivos, promoviendo un resentimiento odioso contra la inmensa comunidad nica que vive dentro de sus fronteras. Clamaría al cielo que justos tengan que pagar por pecadores.

Los latinoamericanos estamos felizmente condenados a convivir para siempre en un territorio feraz que ha de servirnos como puente, jamás como barrera. La exacerbación de la soberanía, la hipertrofia del nacionalismo sólo puede resolverse bajo el imperio de la ley. En un mundo globalizado la comunidad internacional ha creado los mecanismos necesarios para superar la disputa visceral o el fratricidio estéril. Nicaragua y Costa Rica son dos naciones hermanas que comparten pasado, presente y futuro. Los une la trayectoria y los vincula el destino. Para solucionar impasses de esta naturaleza, propios de una política de hard power, hay que apostar por la diplomacia. Y ante todo, por la fraternidad. Sí, señores, fraternidad continental. Hermandad latina. Realismo y conciencia histórica. Arielismo del siglo XXI. Pocos países comparten tanto como Costa Rica y Nicaragua. Pocos tienen un futuro común tan claro e ineludible. Recordemos, pues, la frase bíblica, ``frater qui adiuvatur a fratre quasi civitas firma'', ``el hermano ayudado por su hermano es tan fuerte como una ciudad amurallada''.

atinoamérica necesita la paz en el corazón del continente. Juntos, los latinos hemos de construir una ciudadanía regional, una gran ciudad americana, que supere las taras nacionalistas y fortalezca a nuestros pueblos. Sólo así ocuparemos un puesto de honor en la historia. Sólo así alcanzaremos el desarrollo. Tratándose de la unión, ni podemos ni debemos fallar. Vale la pena intentarlo.

Director del Center for Latin American Studies de la Fundación Maiestas.

Miami Herald (Estados Unidos)

 


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