Dilma Roussef ha pasado los primeros meses de su mandato encerrada en el gélido palacio de Planalto, el diseño más puro de Oscar Niemeyer, y ha tomado decisiones relevantes desde el primer día. Es la primera en llegar a su despacho y la última en irse. En política exterior ha corregido la deriva hacia Irán. La visita de Obama (Lula no quiso estar presente en la cena oficial) ha servido para consolidar un diálogo directo Brasilia-Washington. En el plano doméstico, ha nombrado al anterior gobernador del Banco Central como responsable del retrasado proyecto olímpico, para gestionarlo con racionalidad. También ha anunciado que la gestión de los aeropuertos principales se hará a través de concesiones a empresas privadas. En pocos años Brasil alojará un mundial de futbol y unos juegos olímpicos y será un escaparate al mundo.

Los índices de popularidad de Dilma, publicados esta semana, llegan al 47 por ciento, es decir, está al mismo nivel de Lula y eso que no ha querido explotar su imagen pública ni a darse baños de masas. El expresidente dedica sus esfuerzos a la construcción del nuevo estadio de su equipo de futbol. Tal vez de vez en cuando no pueda evitar sentir celos de la presidenta, una creación política suya. Serra, el rival en las elecciones de Dilma, dijo que solo ella podría asegurar que Lula no volvería.