Como sabemos, durante los años noventa, el logro del desarrollo político latinoamericano estuvo centrado en el fortalecimiento de la democracia, las reformas estructurales de la economía y, en varios casos, en la normalización de las relaciones cívico militares.

Paradójicamente, la principal característica de estos eventos es que se han dado en naciones en vías de desarrollo, con amplios sectores sociales ubicados por debajo de la línea de la pobreza y con una desigual distribución del ingreso gracias a la incapacidad de los actores políticos para consolidar los fundamentos de la gobernabilidad.

Se trata en el fondo de graves problemas institucionales que amenazan seriamente el Estado de Derecho, debido a la existencia de gobiernos débiles, a la falta de independencia de los poderes del Estado, a regímenes electorales imperfectos y a un precario sistema de partidos políticos.

Y si fuese poco, a los altos niveles de pobreza y desigualdad social, habrá que sumar el desempleo y el subempleo, la corrupción y la vulnerabilidad de las economías frente a las crisis externas. Para Eduardo Frei Ruiz-Tagle (ex presidente de Chile), la principal razón de esta situación es la debilidad de las instituciones producto de la excesiva personalización de la actividad política y la falta de confianza en ellas.

Su análisis se fundamenta en tres observaciones: (1) La existencia de partidos políticos demasiado pendientes del juego de poder y con pocas respuestas actualizadas a los grandes problemas de la gente, por lo que son percibidos como lejanos e incluso inútiles. (2) Se trata de instituciones ineficientes que generan un lastre que impide al Estado ofrecer un servicio de calidad a los ciudadanos y competir en los mercados internacionales, porque para ello se requiere necesariamente contar con un aparato estatal profesionalizado, moderno y ágil, capaz de responder a las necesidades del siglo XXI.

Y (3) La presencia de la corrupción como un fenómeno destructivo ampliamente ramificado. Asimismo, desde un punto de vista político hay que llamar la atención respecto a tres temas que ayudan a comprender la pérdida de credibilidad en las instituciones democráticas: (A) La facilidad con que los partidos oficialistas retiran su apoyo a los gobiernos y empiezan a votar en contra de sus proyectos generando una gran confusión en la opinión pública.

Cuando esto sucede, la ciudadanía pierde confianza en los actores y eso significa dejar el campo sembrado para esa maleza que se llama populismo, dotado de un discurso destructivo que nada tiene que ver con la democracia. (B) La existencia de estructuras políticas que no dan garantías de estabilidad. Para el caso, hay quienes reclaman la necesidad de celebrar en los países dos rondas electorales para elegir presidente, en vez de una.

Y (C) Estamos en presencia de sistemas electorales que con tal de ofrecer la más amplia representatividad ponen umbrales muy bajos para la representación en el Poder Legislativo, creando las bases para la aparición de partidos extremadamente fragmentados, lo que imposibilita obviamente, alcanzar los consensos que un país necesita para avanzar.

Por lo demás, es harto sabido que cuando los gobiernos logran mayorías frágiles y los partidos opositores se ponen en la acera del frente, el pronóstico es una elevada posibilidad de derrumbe de todo el sistema, ya que no existen los mecanismos constitucionales que permitan superar las crisis.

O acaso alguien cree que se puede gobernar con un 20 o un 25 por ciento de los votos? O bien, que se pueda cumplir un programa de gobierno sin mayoría en el Congreso Nacional?

Precisamente por eso es que muchos gobernantes deben recurrir a la formación de grandes coaliciones, formadas por partidos o movimientos muy heterogéneos que se disuelven ante la primera dificultad dejando al gobierno abandonado a su suerte. Todo ello dicho sin olvidar, que la fragilidad de muchas democracias latinoamericanas también tiene una variable económica.

En este sentido, la indefensión de las economías latinas frente a las crisis externas, la inestabilidad que impide garantizar seguridades mínimas a los inversionistas extranjeros, la falta de rigor a la hora de impulsar medidas que apunten al crecimiento y la incapacidad para derrotar la pobreza pueden terminar por socavar la democracia.

En consecuencia, resulta evidente que América Latina debe hacer un gran esfuerzo para impulsar iniciativas tendentes a promover el desarrollo económico y social que permitan a millones de personas acceder a un umbral básico de consumo, que les genere condiciones mínimas de salud e inserción productiva.

Necesitamos en definitiva: (1) Apostar al crecimiento de la economía, a la innovación tecnológica y a la educación para mejorar el capital humano. (2) Fomentar la seriedad, la honestidad y el espíritu de servicio en el quehacer político. (3) Renovar los partidos políticos mejorando la convivencia interna y saliendo a la calle a reencontrarse con la ciudadanía para empaparse de sus inquietudes y necesidades.
(4) Respetar y fortalecer las instituciones del sistema democrático desterrando la crítica destructiva, y (5) Generar una lógica política dirigida a descentralizar y entregar el poder a los ciudadanos, y no como hoy que está concentrado en muy pocas manos.

Es grande pues el desafío que tenemos por delante. Hay que estar convencidos, que por su superioridad ética, el destino de Latinoamérica se juega solamente en torno a las ideas democráticas. Pero sólo será posible si la entendemos como una forma de vida ligada a valores que son decisivos para construir sociedades justas, en las que se respire un profundo respeto por las personas aunque piensen distinto entre sí.