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22/07/2009 | Honduras, democracia y liberalismo

José María Leiva Leiva

Para Jorge Ramos Ávalos (Univision.com), “la crisis política en Honduras tuvo su origen en el temor de muchos hondureños de que su país se convirtiera en otra Venezuela… eso desencadenó el derrocamiento de un presidente. En Latinoamérica todavía existe la falsa idea que el ganador de las elecciones se convierte en todopoderoso, como si se tratara de un tlatoani azteca o de un virrey español en época de la conquista. Muchos presidentes, luego de ganar las votaciones, creen que pueden actuar por encima de la ley y hacer de la Constitución un espagueti. Y eso no es así. Eso es dejar pendiente la democracia”.

 

Las elecciones solas no crean una verdadera democracia –dicho hace poco por el presidente Barack Obama en El Cairo, a los líderes del mundo árabe. Además de realizar elecciones multipartidistas, las verdaderas democracias son justas, respetan los derechos humanos y las libertades individuales, y sobre todo, entregan el poder exactamente cuando se comprometieron a hacerlo. Ni un minuto después”. En el caso “de las aún frágiles democracias latinoamericanas, mucho se ha logrado al dejar atrás la época de las dictaduras, los caudillos y las 7 décadas en el poder del PRI mexicano. Pero el peligro de regresar a gobiernos autoritarios sigue latente. Si nuestros presidentes elegidos democráticamente empiezan a jugar al dictador, perderemos todo el terreno ganado durante décadas”, concluye Ramos Ávalos.

Por su parte, Agustín de Grado, en el diario español La Razón, ha escrito que “la democracia es el mejor método que hemos inventado para relevar a nuestros gobernantes de forma pacífica (Popper) y una excelente fórmula para concitar acuerdos y determinar el contenido de las leyes. En ningún caso un método científico que nos garantiza permanecer a salvo de gobiernos ineficaces, corruptos o tiránicos. La historia demuestra que el simple hecho de elegir al gobernante no nos convierte necesariamente en hombres libres”.

“La expresión mayoritaria tampoco es el método infalible para distinguir sin margen de error el bien del mal, ni por supuesto un argumento definitivo para discernir qué es o no ético y moral, ni siquiera lo que es justo o injusto. Reducida a la regla de la mayoría (según la cual el 51% de la gente puede arrebatar los derechos del otro 49%), la democracia se transforma en una amenaza para la libertad. Para evitar que la democracia sea una simple técnica de elección o una amenaza de los derechos individuales, hay que dotarla de un contenido que la haga compatible con la libertad.

Ese contenido es el liberalismo: sólo la democracia liberal garantiza la libertad. El principio universal de la igualdad de todos los hombres ante la ley nos lleva a la necesidad de que todos los hombres participen también en la elaboración de la ley. Es en este punto donde confluyen liberalismo y democracia, que ni son la misma cosa, ni mantienen los mismos intereses. La democracia responde a la pregunta de quién debe ejercer el poder público. El liberalismo, en cambio, plantea la cuestión de cuáles deben ser los límites de éste.
 
El defensor de la libertad acepta la regla de la mayoría como método de decisión, pero no cree en la necesaria bondad de todo lo por ella sancionado. Para el demócrata doctrinario, la voluntad de la mayoría no sólo es ley, sino además, buena y justa ley. El liberal no acepta otra regla que la de la mayoría libremente expresada, pero desconfía que su resultado siempre sea el acertado. El demócrata nunca duda de él, y no cree que existan otros límites al poder que no sean los de la voluntad mayoritaria.
        
La entraña de una democracia liberal consiste en si el sistema político en el que los gobernantes son elegidos por el pueblo se asienta sobre unos fundamentos constitucionales que aseguran, como condición sine qua non, la libertad individual mediante el imperio de la ley y la limitación del poder. Preguntemos en la calle: ¿cuál es el rasgo que define a la democracia? La respuesta será unánime: el derecho al voto. Nadie destacará las instituciones que el genio humano ha creado desde Locke y Montesquieu para limitar el poder y garantizar la libertad individual”.
“Y son esas instituciones ideadas para proteger la autonomía personal frente a la injerencia del poder mediante las facultades coercitivas que la ciudadanía le ha otorgado, y no el sufragio, las que convierten a la democracia en el mejor de los sistemas conocidos… siempre que se las deje funcionar”. Para el columnista español, “sorprende que los hondureños hayan entendido todo esto mejor que las naciones de profunda raigambre democrática. Su joven sistema de libertades estaba en peligro y lo han defendido desde el imperio de la ley”.

Y “sorprende aún más que las naciones democráticas arrinconen a Honduras por defender el principio democrático de que nadie (ni siquiera un presidente legítimamente electo) está por encima de la ley cuando ésta es fruto de la voluntad general libremente expresada, mientras son condescendientes con la farsa electoral de la nuclearizada teocracia iraní, donde el poder se ejerce a sangre y fuego sin legitimación alguna. Tan fuertes con los débiles y tan débiles con los fuertes”.

La Tribuna (Honduras)

 


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