La escuela catedralicia de Chartres y el religioso franciscano Roger Bacon, representan, entre otros muchos, los cimientos de la ciencia moderna. Todavía quedaba un camino por recorrer en la delimitación de las ciencias, según sus campos de estudio, especialmente entre la teología y esta nueva ciencia que, a partir del siglo XVII quiere presentarse como único saber válido, pero los cimientos estaban ya construidos.

Desde Alcuino de York hasta el siglo XVIII, la Iglesia impulsó el estudio y la cultura en Europa en un ambiente de libertad donde importaba más la lógica y el rigor de la investigación que la autoridad. Nacieron así las universidades, que muchas veces eran federaciones de estudiantes que se reunían en torno a lectores o moderadores que orientaban la discusión de cualquier tema, desde la existencia de Dios, hasta las ciencias naturales. Entre estos profesores cabe destacar a figuras como San Anselmo de Canterbury, San Alberto Magno o Santo Tomás de Aquino, quienes se convirtieron en los constructores de un modo de pensamiento riguroso y profundo.

La doctrina cristiana y la eficacia de la gracia en el alma pusieron los cimientos de una conciencia soberana del ser humano en la que se unían de forma absolutamente nueva, desconocida hasta entonces, el respeto a la autoridad y la autonomía de la persona. Así, el emperador cristiano Justiniano enriqueció el derecho romano y le dio vigencia universal, pero fueron los pensadores cristianos, como Tomás de Aquino y los teólogos españoles del siglo XVI los que fundamentaron el derecho en las exigencias naturales y universales de las personas y las comunidades, con un gran respeto por la libertad del ser humano.

Este concepto de libertad nacido de la unión entre la cultura clásica y el cristianismo es la base de la cultura occidental, aunque luego, a lo largo de los años, ha ido cediendo el paso a nuevos conceptos de libertad que han terminado por negarla teórica y prácticamente o por reducirla a una palabra útil para la propaganda. El cristianismo, aún en medio de esos vaivenes de la historia, guió a los hijos de la Iglesia, especialmente por medio de los sacramentos del Bautismo y de la Reconciliación, a una verdadera libertad interior que fue anhelada por tantos filósofos y literatos occidentales separados ya del sustrato cristiano. Los cristianos han preferido la libertad interior a la liberación de la esclavitud, han escogido morir por esa libertad que los hacía invencibles y les permitía luchar por defender las causas de los demás o han optado por entregarse hasta aniquilarse a sí mismo por servir a los otros. Los cristianos siempre han sido los verdaderos paladines de la libertad, pero no una libertad entendida como ausencia de trabas externas, sino un poder “radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o de no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar así por sí mismo acciones deliberadas. Por el libre arbitrio cada uno dispone de sí mismo” (Catecismo de la Iglesia Católica 1731).