En los principios que permiten identificar la cultura occidental, hay un fuerte sustrato cristiano. Sólo desde esos principios se puede comprender el Occidente. Poco a poco, la anciana Roma es purificada de sus espectáculos crueles, de las sentencias judiciales inhumanas; los nuevos pueblos bárbaros dejan la rapacidad que los había hecho tristemente famosos en Europa, y se sustituye la ley del más fuerte por un derecho basado en la defensa de la dignidad del ser humano, hijo de Dios. En 910, Cluny reforma la vida religiosa que había convertido los conventos en feudos y de ahí nace una de las renovaciones culturales más importantes que ha conocido la humanidad. Cluny presenta una novedad revolucionaria en su tiempo: su fundador, Guillermo I de Auvernia, deja parte de sus posesiones en manos de los monjes y les concede la capacidad de gobernarse por sí mismos, con sus propias leyes e instituciones. Los puso en el camino que llevará a la creación de los burgos y de las modernas democracias.

Hoy, son muchos los que retoman el argumento de Friedrich W. Nietzsche (1844 - 1900), que culpaba de su incredulidad a los que no daban un buen testimonio cristiano, y niegan que los cristianos hayan introducido cambios positivos en la sociedad. Sin embargo, la historia, la literatura y el arte nos muestran todo lo contrario. El cristianismo presenta un nuevo hombre, muy distinto del superhombre de Nietzsche, pero más humano; un hombre que triunfa del mal frente a las culturas que se veían obsesionadas con ese problema, que es humilde y se sabe necesitado de Dios y de los demás, que tiene responsabilidades y deberes, que busca alinear su conciencia con el bien, que se sabe amado y redimido personalmente por Dios, que tiene un destino personal que él mismo se construye libremente, que vive en el mundo y, al mismo tiempo, está en comunión con los santos y llamado a una vida eterna. Es un ser humano que vive una relación más equilibrada con el mundo, que se toma muy en serio la realidad, que rechaza el suicidio, que vive con un horizonte personal mucho más amplio, que se siente capaz de juzgar con libertad sobre las ideas y sobre los hechos, pero no sobre las personas, amadas en Jesucristo.

Con la fe cristiana, la cultura cambia de un modo revolucionario. Ahora expresa el amor por el próximo. El desvalido ya no es un desprecio de la sociedad o un maldito de los dioses, como tampoco el anciano, el niño por nacer o el recién nacido. Ya no se abandona a los pequeños en las puertas de las casas cuando se les considera imperfectos ni se les arroja por la Rupe Tarpea. Los cristianos prometían rechazar los espectáculos de los circos romanos donde se sacrificaban personas en aras del entretenimiento. El cristianismo eliminará esta costumbre como eliminó los sacrificios humanos de las culturas mesoamericanas. Es una cultura que toma en serio el encargo de Dios al ser humano de responsabilizarse de la creación, y desde esa idea comienza un imparable desarrollo de la técnica en todos los campos: agricultura, navegación, construcción.