De acuerdo con el Coneval y la UNICEF, en México, el 53% de los menores de 18 años vive en pobreza multidimensional, es decir, en hogares con bajo ingreso, sin acceso adecuado a la alimentación, la educación, la seguridad social, los servicios de salud, una vivienda digna y los servicios básicos.
Según la OCDE, de los jóvenes entre 15 y 29 años hay 20 millones que no han estudiado, abandonaron la escuela o tienen un rezago educativo que les impide incorporarse al mercado de trabajo en condiciones aceptables. En ese grupo, la OCDE identifica a cerca de 7 millones de jóvenes de la llamada generación de “ninis”, lo que los hace vulnerables para ser reclutados por la economía informal, el subempleo o convertirse en otros Ponchis. Para ofrecer alternativas a estos jóvenes, la Cámara de Diputados aprobó en días pasados, por unanimidad, reformas constitucionales que harán obligatoria la educación media superior.
A pesar de todo el dinero destinado para la educación, los resultados no son aceptables; la mala calidad educativa se evidencia en todas las mediciones nacionales e internacionales; la evaluación del programa PISA 2009 nos coloca en el lugar 48 de 65 países, y en el último de los miembros de la OCDE. Igual sucede con el empleo; no obstante las alegres cifras oficiales, la Tasa de Ocupación Parcial y Desocupación, que refleja con mayor precisión la situación del mercado laboral al incluir a los abiertamente desempleados y a los que trabajan menos de 15 horas a la semana, es del 12% de la población económicamente activa. Pero lo más grave es la calidad del empleo: buena proporción de los empleos creados son eventuales y el grueso de las remuneraciones es inferior a tres salarios mínimos, lo que incide en la debilidad del mercado interno y el estancamiento económico.
Por estas y otras razones, en estos 10 años nos hemos estancado en el Índice de Desarrollo Humano medido por la ONU; en el año 2000, ocupábamos el lugar 54 entre 173 naciones; en 2010 somos el número 56 entre 169 naciones.
Cabe preguntarse por qué hemos llegado a este deterioro social en donde nada parece marchar bien: ni la seguridad, ni la procuración de justicia, ni la economía, ni las pautas básicas de la convivencia que permitan preservar el tejido social.
En los últimos 10 años, el país captó más de 220 mil millones de dólares de inversión extranjera directa, recibió cerca de 188 mil millones de dólares de remesas, y por el turismo registró ingresos por 109 mil millones de dólares. Lo anterior contribuyó a que el gobierno contara con cerca de 130 mil millones de dólares de excedentes presupuestales, 60 mil millones de ellos provenientes del petróleo; asimismo, disminuyó el servicio de la deuda porque las tasas internacionales de interés bajaron.
Lejos de canalizar los recursos mayormente a inversiones productivas y a efectivos programas de bienestar social, los responsables de las políticas públicas aumentaron el gasto corriente, pagaron anticipadamente miles de millones de dólares de deuda externa cuando había condiciones favorables para renegociarla, aumentaron las reservas internacionales y privilegiaron el equilibrio macroeconómico en detrimento del desarrollo y la generación de empleos.
El tejido social se ha deteriorado; se ha diluido la capilaridad social que tuvimos durante varias décadas, y deteriorado la calidad de la educación pública, que fueron motores de sólidas clases medias que hoy están pauperizándose. Sin catastrofismos debemos reconocer que cunde el desaliento, que la economía no crece y las desigualdades se agravan. No podemos esperar más tiempo para impulsar el desarrollo, generar empleos permanentes, aplicar una política social no asistencialista, elevar la calidad educativa y garantizar la seguridad y la tranquilidad social para procurar a nuestros hijos un país viable, en paz y con la cohesión social recuperada.
*El autor es Coordinador del PRI en la Cámara de Diputados