Controlar la inflación sin que se frene demasiado el crecimiento económico y sin perder la extraordinaria imagen que tenía Lula como defensor de los sectores más desposeídos de la población. Ese es el gran reto de Dilma Rousseff y de todos los que integran el área económica de su Gobierno. La presencia de Palocci en el Gabinete era una garantía de que esa línea económica iba a seguir adelante, pero su ausencia tampoco compromete ese objetivo.
La presidenta parece haber diseñado un plan que llevan adelante tanto el
gobernador del Banco Central, Alexandre Tombini, como el ministro de Hacienda,
Guido Mantega. El primero ha subido las tasas de interés tres veces en lo que va
de año y se cree que hoy podría volver a hacerlo, hasta el 12,5%. El segundo ha
puesto en marcha una serie de medidas que se denominan macroprudenciales y que
intentan frenar el fortalecimiento del real, un gran peligro para la pujante
industria brasileña, y moderar el flujo de capitales, que no dejan de entrar. De
hecho, ya se aprobó un nuevo impuesto para inversiones a corto plazo. La idea es
mantener el crecimiento en un 5,5% para 2011 y un 4,3% para 2012. Pero nada de
todo eso servirá de algo si Dilma no logra mantener la esperanza de la mayoría
de la población en que su suerte va a seguir mejorando y no les convence de que
la herencia de Lula está en pleno desarrollo.
La inflación se sitúa todavía por encima de las previsiones para 2011: un
6,5% frente al 4,5%. Es cierto que los últimos datos muestran una bajada, pero
muchos analistas estiman que se debe solo al precio de los combustibles. Por
eso, muchos siguen insistiendo en la necesidad de recortar sustancialmente el
gasto público. Ahí surge el primer gran problema político para Rousseff, porque
en Brasil, pese a su extraordinaria transformación, una parte de la población
vive todavía bajo los niveles de la pobreza absoluta, el sistema educativo es de
mala calidad, al igual que las prestaciones sanitarias, y se necesita un
importante programa de infraestructuras, no solo por los Juegos Olímpicos, sino
porque son imprescindibles para su desarrollo.
Los recortes se llevarán a cabo, prometen, pero sin afectar a la línea social
heredada de Lula. Quizás por eso, antes que nada, Dilma lanzó hace una semana el
nuevo Plan Brasil sin Miseria, que pretende sacar de la pobreza extrema a otros
16 millones de brasileños, sobre todo en el campo. "Los pobres no deben correr
detrás del Estado. Es el Estado el que les va a encontrar", aseguró. El programa
correrá paralelo con un proyecto para masificar las enseñanzas técnicas en las
ciudades. Estabilidad, crecimiento controlado, democracia e inclusión social.
Ese es el modelo brasileño que América Latina contempla embelesado.