L a modernización política de los países en desarrollo suele concebirse en sentido adjetivo, acaso superficial. A la Huntington, suele postularse que la esencia de la democracia reside en lograr elecciones libres, transparentes y justas.
En nuestro caso, esos requisitos han sido satisfechos a lo largo de un proceso que estableció desde el sufragio universal hasta un sistema electoral autónomo no contaminado o menos contaminado por la influencia indebida de los gobiernos en turno. Y, sin embargo, no se ha generado interés público ni de las élites para atender serias carencias, privaciones que, al agravarse, afectan al menos a la mitad de la población.
Debido a una transición mal manejada hacia la libertad de mercados, la economía perdió la capacidad de crecer a los ritmos históricos del periodo 1935-1980; a ello se suma la práctica de tomar las decisiones económicas en cenáculos cerrados, no participativos. De ahí derivan desequilibrios enormes en el mercado de trabajo y, como consecuencia, ingresos deteriorados o estancados de buena parte de los mexicanos. El empleo informal ocupa a 40% o más de la fuerza de trabajo, más de 60% de los trabajadores no están amparados por ningún sistema de seguridad social. La pobreza se extiende a 40% de las familias, la alta concentración de los ingresos se ha hecho una característica crónica de nuestros mercados internos. Pese a esos notorios fracasos, las políticas socio-económicas han permanecido inalterables, apegadas a una suerte de ortodoxia dogmática, que ya empuja a 400 mil ciudadanos por año a emigrar a EU con riesgo de sus vidas.
Sin duda, sería excesivo pedir a la naciente democracia nacional que resolviese milagrosamente esa constelación de problemas. Sin embargo, al menos habría de exigirse que se les viera como cuestiones impostergables en el debate público y en la agenda de acción de los gobiernos. Las soluciones podrán ser graduales, pero resulta inexcusable no plantearlas en tanto corresponden a demandas imperativas de la población.
Los magros resultados socio-económicos son atribuibles, en parte, a la jerarquización y separación artificiosa entre las políticas económicas, las sociales y las que atañen a la democracia. En los hechos, el juego político y los alcances de la acción social han quedado constreñidos al triste papel de paliar los efectos más inconvenientes de las políticas económicas.
El ejercicio de los derechos civiles y políticos debiera abrir la oportunidad de atender las necesidades generales y exigir una acción política consecuente. La democracia busca la ampliación de los ámbitos de libertad ciudadana y, al propio tiempo, vela por validar mínimos de igualdad en las esferas de la economía y de los derechos humanos. Aun así, las políticas y las elecciones pueden devaluarse, cuando ocurren en un marco donde los partidos no pueden o no quieren presentar sus prelaciones y programas. O cuando el electorado mal informado no puede evaluar planteamientos alternos o le resulta difícil separar las ideas sustantivas de la verborrea electoral con sus promesas incumplibles y denuestos descalificadores de los opositores. Hoy, en México, se quiere aniquilar al adversario no con ideas, sino con insultos o calumnias, vertidos con ríos de dinero en los medios masivos de comunicación.
El valor de la democracia ha de verse como factor promotor de las libertades civiles y políticas, esto es, como garante de la participación del pueblo en la rectoría de los países. No menos relevante es su función de expresar las demandas ciudadanas en materia de justicia económica y social. Así, la democracia y el debate público tienen la virtud de conformar los valores sociales y de establecer el orden de prelación en las decisiones políticas. En esta última función, la democracia mexicana se encuentra trunca, ciega y sorda a las necesidades legítimas de los ciudadanos.
Analista político