29/12/2014 | Argentina - Derogar. Una virtud ausente
Alberto Medina Méndez
Esta sociedad ha decidido darle entidad a la equivocada idea de que un buen legislador es aquel que presenta una innumerable cantidad de proyectos parlamentarios y consigue concretarlos a través de nuevas leyes.
Esta mirada explica,
en buena medida, la conducta de ciertos dirigentes que intentan obtener votos
para llegar a su banca, proponiendo determinadas leyes requeridas por la gente.
Sus propuestas políticas, en este sentido, pasan siempre por regular,
restringir, controlar y apelar a cualquier argumento que conduzca a agregar
leyes a mansalva a las ya existentes.
Esto no sucede por casualidad. Es el resultado de una demanda social. La
comunidad cree, mayoritariamente, que la actividad de un legislador debe
medirse bajo ese parámetro. De hecho, son muchos los que al concluir el año,
dan a conocer públicamente la cantidad de proyectos que han presentado, sumando
además no solo las legislaciones propuestas, sino también otros recursos
similares menores como declaraciones de interés, meramente enunciativas que sin
relevancia sirven solo para abultar el número y generar la sensación de un
trabajo gigante, profundo y dedicado.
En línea con esa visión, otros dirigentes son cuestionados por sus ausencias en
el recinto, pero sobre todo por el exiguo número de proyectos de ley
presentados durante su gestión, como si eso fuera realmente importante.
Es trascendente entender el trasfondo de este asunto, ya que allí radica la
base ideológica de esta perspectiva que tantos adeptos tiene. Son muchos los
ciudadanos que creen que la realidad puede ser modificada mágicamente por ley,
estableciendo órdenes a través de normativas y haciendo que todo suceda por
imperio de la fuerza, sin comprender que solo se necesita un marco normativo
muy general, ya que el progreso depende, de la actitud de los individuos y no
de su comportamiento colectivo.
Claro que las normas son importantes, pero su cantidad no define ni su calidad
ni su eficacia. Por el contrario, se precisan escasas reglas que sirvan como
faro, solo como un mero marco de referencia, que limiten el poder del Estado y
eviten los habituales abusos de los gobiernos. No más que eso.
Una frase atribuida a Mark Twain dice que "Ni la vida, ni la libertad, ni
la propiedad de ningún hombre está a salvo cuando el legislativo está
reunido". Este planteo se ajusta demasiado a lo que se vive aquí y ahora.
Tal vez el problema de fondo tenga que ver con lo que piensan los votantes, con
lo que los individuos sostienen como verdad irrefutable, y no con lo que los
políticos hacen. Es probable que ellos solo actúen en consecuencia y que su
obrar sea lo esperable frente a lo que la sociedad les reclama a diario.
Es allí donde vale la pena detenerse y revisar las ideas propias. Son
demasiados los que creen que todo debe ser regulado, que cada actividad merece
una legislación dura que le fije reglas y que así el mundo será mejor. Esta
interpretación de la realidad entienden que los individuos están repletos de
maldad y que el único modo de lograr gestos positivos es imponiéndoles
conductas que algún iluminado selecciona como adecuadas.
Claro que los que defienden esta postura, consideran que esas normas deben
regir las vidas de los demás y no las propias. Después de todo, desde su
retorcida percepción, son los otros los que hacen las cosas mal y merecen un
castigo por ello.
John Locke decía que "el fin de la ley es, no abolir o limitar, sino
preservar y acrecentar la libertad" y esto marca una diferencia conceptual
enorme respecto de las creencias ciudadanas contemporáneas. La ley debe ayudar
a la convivencia en sociedad y entonces su misión pasa por garantizar a todos
que otros no puedan apropiarse de sus vidas, libertad y propiedad.
Es posible que algunas normas que hoy no existen sean necesarias. Pero es mucho
más significativo comprender que mas leyes no es sinónimo de mejor futuro, y
que será preciso, en el tiempo que viene, una ola derogadora potente que
destruya el complejo entramado de reglas que solo han entorpecido la vida
ciudadana y limitado las posibilidades de desarrollo.
Son muchas las normas que impiden hacer, que cercan la creatividad y que
restringen chances concretas de prosperidad, siempre bajo ese sesgo controlador
que tanto apasiona a los autoritarios, esos que intentan decirles a los demás
como deben vivir. Se trata de una lista interminable de leyes que sojuzgan a
los individuos y les imponen conductas, supuestamente correctas, pero que
atentan contra las libertades más esenciales.
El mundo no se cambia obligando a los seres humanos a comportarse bajo las
líneas directrices de una bondad forzada. Los hábitos se corrigen con el
aprendizaje personal e indelegable que tiene cada sujeto a lo largo de su
experiencia propia. Una ley no hará mejor a los hombres, sino que ello ocurrirá
de la mano de sus propias vivencias y decisiones responsables.
Un gran primer paso es comprender esta dinámica y asumir que no es mejor
legislador el que más leyes hace, sino aquel que más contribuciones aporta para
que la sociedad sea más libre y justa. Este resultado no tiene porque ser el
corolario de una innumerable secuencia de nuevas leyes, sino que tiene directa
relación con la actitud de suprimir normas, simplificarlas y hacerlas más
amigables y menos restrictivas. No son tiempos de más leyes. Esta es la
oportunidad histórica de entender que derogar es imprescindible y que es una
virtud ausente.
Alberto Medina Méndez (Argentina)
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