François Hollande era un hombre de aparato, modelo de funcionario de partido; Macron era un hombre solo.
De un Heinrich Heine ya abrigado en la leyenda de supremo
poeta alemán desde su exilio parisino, recupera un joven doctor berlinés de
veinticinco años el tópico que, ‘ad nauseam’, reiterará el siglo diecinueve. Y
que, como todos los tópicos, encierra no poco peso de realidad: Francia es el
laboratorio político de Europa. Cinco años después, pondrá lo específico de ese
laboratorio en la centralidad de un término no demasiado utilizado hasta los
seísmos que en 1848 sacuden todo el continente: ‘partido’, donde antes era
hegemónico el menos codificado ‘club’.
Por eso, su ‘Manifiesto’ de ese año no se llama -aunque
así se cite- ‘Manifiesto Comunista’. Se llama ‘Manifiesto del Partido
Comunista’. Será en ese término, ‘partido’, en donde Marx y su colega Engels
pondrán la clave de su hallazgo. No en el vocablo ‘comunista’, ya acuñado por
Blanqui. Sí en la tesis estratégica según la cual, frente a la máquina bien
jerarquizada del Estado, una insurrección sólo tendrá opción de triunfar cuando
se dote de una máquina de Estado paralela, rigurosamente paralela: con su base
social, los militantes; con su aparato legislativo, los congresos y
conferencias; con su regulación judicial, las comisiones de garantías; y, en el
vértice, con su ejecutivo, el selectísimo buró político. La historia del siglo
XX europeo sólo se entiende como la de la perpetua guerra entre los Estados
confesos y los elípticos ‘estados dentro del Estado’ que son los partidos. La
experiencia totalitaria extraerá la final consecuencia: el poder pleno sólo se
da cuando ‘el’ Partido desplaza y abole el Estado para absorber sus funciones.
¿Laboratorio político, la Francia del siglo XXI? También.
A poco que retengamos la rareza de lo que allí está pasando: la extinción de
los partidos. Y las dos paralelas biografías de los hombres en quienes tal
rareza toma soporte.
En la primavera de 2016, Emmanuel Macron era un sujeto
programáticamente indistinguible del entonces presidente François Hollande.
Pero Hollande era un hombre de aparato, modelo de funcionario de partido;
Macron era un hombre solo. En el otoño de 2021, Éric Zemmour es
programáticamente indistinguible de Marine Le Pen. Pero Le Pen es una mujer de
partido, funcionaria del partido familiar desde la cuna; Zemmour es un hombre
solo.
Hace apenas un decenio, nadie hubiera dado un céntimo por
los hombres solos frente a esos ‘estados a escala’ llamados partidos. Hoy, en
Francia, la posibilidad de que entre dos hombres sin más partido que su nombre
se juegue la próxima presidencia es un experimento de laboratorio. Con el
austero desengaño propio a este primer tercio del siglo XXI, tan ajeno a la
retórica del joven doctor de 1843, uno puede limitarse a tomar nota de que el
tiempo que nos viene se abre a incógnitas sin precedente.