El Presidente de México antepuso su amor idílico por Cuba –al único de los tres países excluidos que se refirió en la mañanera– por encima del pragmatismo, dice Raymundo Riva Palacio.
Quienes observaron la mañanera este lunes vieron a un
Presidente muy enojado. Quienes así lo notaron, identificaron como el tema de
su indignación la Cumbre de las Américas, a la que le dedicó alrededor de 26
minutos, incluidas sus parábolas tropicalizadas. Tienen razón. El presidente
Andrés Manuel López Obrador ya no esperó a que Estados Unidos hiciera pública
la lista de invitados para decir que no iría a la cumbre por excluir naciones.
Pero no se limitó al anuncio, sino que enderezó una dura crítica, en tono y con
el dedo índice como si apuntara a un blanco, a senadores republicanos que no
identificó, y al presidente del Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara alta,
el demócrata Bob Menéndez. ¿De dónde la furia?
Es difícil saber las razones por las que se levantó López
Obrador por el lado equivocado de la cama. Desde hace casi dos semanas, el
embajador de Estados Unidos en México, Ken Salazar, le comunicó al secretario
de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, que no esperara el presidente una
respuesta de Biden, porque nunca llegaría. El jefe de la Casa Blanca ni
siquiera se molestó en hablar con López Obrador, como sí lo hizo con otros
presidentes latinoamericanos. Su interlocución la redujeron al cuarto nivel de
la administración, sabiendo, desde la semana pasada, que el mexicano
boicotearía la cumbre.
El Presidente de México antepuso su amor idílico por Cuba
–al único de los tres países excluidos que se refirió en la mañanera– por
encima del pragmatismo. López Obrador dice que se trata de principios, pero los
suyos son como el chicle, que se estiran según como quiere que se alargue quien
lo está masticando. La conclusión de casi un mes de berrinches de López Obrador
no fue ninguna sorpresa. Se montó en el tema de la exclusión, aunque desde la
Cumbre de las Américas de 2001 en Quebec, estaba claro que las dictaduras no
serían invitadas a ese encuentro, como no lo sería ninguna nación que rompiera
el orden democrático. Las excepciones que se hicieron en las dos últimas
décadas fueron eso, excepciones.
En este espacio se han referido las oportunidades que
tuvo López Obrador para expresar directamente a Biden su inconformidad por la
exclusión de esas tres naciones, y los mensajes públicos que dio el gobierno de
Estados Unidos, sin que reparara en nada hasta la mañana siguiente de su
regreso de un viaje rápido a La Habana, donde conversó con el presidente Miguel
Díaz-Canel. Prefirió el pleito mañanero a la diplomacia. Optó por la ausencia
en Los Ángeles en lugar de haber actuado con inteligencia política y presentar
sus alegatos y defensa de la inclusión –que es un tema de fondo donde hay que
estar con él– en la misma mesa americana con Biden enfrente.
En lugar de ello, como se vio ayer, explotó contra
senadores, y en particular contra Bob Menéndez, lo que debería parecer extraño,
pero no lo es. Desde enero pasado, Menéndez, como presidente de uno de los
comités más influyentes en el Capitolio, se ha convertido en un fuerte crítico
del presidente López Obrador. En una carta ese mes –a la que se sumaron otros
tres senadores–, dirigida al secretario de Estado, Antony Blinken, y a la
secretaria de Energía, Jennifer Granholm, condenó al Presidente mexicano por no
combatir el cambio climático y les pidió a los secretarios que utilizaran su
fuerza para llevarlo a una agenda climática amigable.
El 11 de marzo criticó a México por su silencio ante la
invasión rusa, y dijo que López Obrador se había puesto del lado del presidente
Vladímir Putin. “No me sorprende su posición, y creo que está equivocada”,
agregó. Posteriormente, el 6 de abril, junto con otros tres senadores le pidió
a Blinken y al procurador general, Merrick Garland, expresar a López Obrador su
preocupación por la forma como ha estado hostigando al Poder Judicial y persiguiendo
a sus opositores. En aquel momento, el Presidente les dijo “mentirosos”, porque
su crítica tenía motivaciones políticas.
Enfrentarse a insultos con los senadores no es una buena
idea, sino es un error en el análisis de la realidad que lo rodea por sus
eventuales consecuencias, como audiencias negativas sobre su gobierno. López
Obrador erra al equiparar automáticamente los ejecutivos y sus congresos. En
Washington, a diferencia de México, el presidente no manda en el Congreso ni en
el Senado. Los legisladores tienen fuerza propia, y los comités regulan al
gobierno y sirven de contrapeso.
Menéndez le respondió ayer mismo a López Obrador
prudentemente, lamentando que revierta los esfuerzos para reparar el daño que
se le hizo a la relación bilateral con el gobierno de Donald Trump. López
Obrador está en otra frecuencia, y de alguna manera dejó entrever en la
mañanera algunas posibles razones de su furia contra los senadores, cuando
reculó sobre la producción de litio y dijo que hay contratos legalmente
suscritos, que se van a respetar.
López Obrador había dicho otra cosa, que motivó la cadena
de cartas de senadores al gobierno de Estados Unidos para frenar las
violaciones a la ley que estaba dispuesto a cometer López Obrador. Resultado de
esas presiones fue una sucesión de reuniones en Palacio Nacional donde López
Obrador y varios miembros de su gabinete se reunieron por más de 15 horas con
Salazar y los ejecutivos de las empresas energéticas para resolver sus
diferendos. El Presidente dijo que era para las nuevas inversiones que se
preparaban, pero en realidad, por sus propias declaraciones sibilinas, era para
evitar las demandas en paneles internacionales que se estaban preparando.
La reacción del Presidente lo convierte en un vecino no
confiable. Cuando le enviaron el mensaje de que Biden no le respondería, le
dijeron que su posición era interpretada en Washington como “no amistosa”. Aun
así, dobló la apuesta, mostrando lo incierto del trato con él, con quien
tuvieron que forcejear por días, no para ganarle nada, sino para que respete la
ley y los acuerdos firmados, aunque se enoje.