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01/03/2007 | La doctrina Putin

Charles Krauthammer

Vladimir Putin, presidente de Rusia -aunque el apelativo más apropiado sería el de padrino --, salía a la palestra la semana pasada con un discurso en Munich que alcanzaba una nueva cota en antiamericanismo.

 

No sólo acusó a Estados Unidos de "hiper-uso de la fuerza", "desprecio a los principios básicos del derecho internacional" y "traspasar sus fronteras nacionales en... las políticas económicas, educativas y políticas que impone a otras naciones"; Acusó hasta de la expansión de las armas de destrucción masiva, que Estados Unidos ha estado combatiendo junto con unos cuantos aliados y en contra de la resistencia rusa, al "dominio" americano que "anima inevitablemente" a otros países a adquirirlas defensivamente.

Hay algo sorprendente en la crítica al uso de la fuerza por parte del hombre que convirtió Chechenia en escombros de odio latente; en la invocación del derecho internacional por parte del hombre que no va a permitir que Scotland Yard interrogue a los criminales empapados en Polonio que se sospecha asesinaron a Alexander Litvinenko, otro contrincante más de Putin que se ha topado con una muerte inesperada e inexplicable en circunstancias normales; en la intimidación a otros países condenados por un hombre que suspende el suministro energético a Ucrania, Georgia y Bielorrusia en actos evidentes de extorsión política y económica.

Menos sorprendente es el significado general del discurso de Putin en Munich. Marca el desembarco de Rusia. Desbordado de beneficios del gas y el petróleo, la consolidación de la autoridad dictatorial en casa y la capitulación de compañías tanto nacionales como occidentales al secuestro de sus activos por su parte, Putin difundía su declaración más abierta hasta la fecha de que la Rusia post-soviética se prepara para reafirmarse en la escena mundial.

La línea más importante en su discurso quizá sea la menos observada, quizá por parecer tan inocua. "Escucho con mucha frecuencia las invitaciones de nuestros socios, incluyendo a nuestros socios europeos, a efectos de que Rusia debería jugar un papel cada vez más activo en los asuntos del mundo", dijo. "No es necesario en absoluto instarnos a hacerlo".

El ministro soviético de asuntos exteriores Andrei Gromyko se jactó una vez de que ningún conflicto en ninguna parte del globo podía zanjarse sin tener en cuenta la postura y los intereses de la Unión Soviética. La descripción de Gromyko de la influencia soviética constituye la mejor definición formulada nunca del término superpotencia.

Y sabemos cómo añora Putin, que ha llamado a la caída de la Unión Soviética la mayor catástrofe política del siglo XX, aquellos días de superpotencia. En Munich, ni siquiera supo disfrazar su nostalgia de la Guerra Fría, afirmando que "la seguridad global" en aquellos tiempos estaba garantizada por "el potencial estratégico de dos superpotencias".

La amarga queja de Putin es que hoy solamente queda una superpotencia, el gigante que domina "un mundo unipolar". Sabe que Moscú carece de los medios económicos, militares e incluso demográficos para desafiar a América como en los tiempos soviéticos. Habla más modestamente de coaliciones de países agraviados sin recursos que Rusia podría encabezar a la hora de contrarrestar el poder americano.

De ahí su cada vez más activa política exterior -- sociedades militares con China, cooperación nuclear con Irán, suministros de armamento a Siria y Venezuela, apoyo diplomático así como armamentístico a un Sudán genocida, relaciones amistosas con otros socios potenciales de una alianza anti-hegemónica (léase antiamericana).

¿Es esto el retorno de la Guerra Fría? Es cierto que el ex agente del KGB presta su voz ocasionalmente a un anacronismo marxista como "capital exterior" (aludiendo a las compañías petroleras occidentales) o al adjetivo extraño de otro modo "vulgar" (describiendo las acciones de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, que enfureció a Putin al insistir en unas elecciones claras en Ucrania). Incluso insinuó que podría deshacer uno de los logros inequívocos de la etapa final de la Guerra Fría, el acuerdo "zero option" de 1987, y restaurar una fuerza balística de misiles de alcance medio al estilo soviético.

No obstante, la agresividad de Putin no es señal del retorno a la Guerra Fría. Él es demasiado inteligente como para verse arrastrado por lo absurdo de la economía socialista o la política marxista. Está felizmente libre de ideologías, filosofías políticas o teorías económicas. No existe enfrentamiento existencial con Estados Unidos.

Es un hombre más modesto: un simple hampón mafioso, que roba recursos económicos y poder político a un país para sí mismo y para lo que son en su mayoría camaradas del KGB. Y promueve su visión de los intereses nacionales rusos -- asertivo y expansionista -- involucrándose en una diplomacia que desafía a la potencia dominante con el fin de impulsar la propia.

Él desea la influencia de Gromyko -- o parte al menos del reconocimiento internacional con el que Moscú tiene que ser investido -- sin el bagaje ideológico. No quiere enterrarnos; solamente quiere ningunearnos. Es política de poder del siglo XIX en su estado más crudo y elemental. Putin no nos quiere como enemigo. Pero en Munich dijo al mundo que frente a América, su Rusia ha pasado de socio a adversario.


Charles Krauthammer fue Premio Pulitzer en  1987, también ganador del National Magazine Award en 1984. Es columnista del  Washington Post desde 1985.

© 2007, The Washington Post Writers Group

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