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16/12/2007 | Las mayorías silenciosas

Roberto Salinas-León

En una reflexión sobre ser liberal, sobre la democracia liberal, Enrique Krauze nos comparte una tesis sumamente interesante: hay, independientemente de las distorsiones en el uso (y abuso) de la palabra “liberal”, una mayoría silenciosa que practica el liberalismo (sin profesarlo) todos los días.

 

Estos pueden ser los participantes en un orden espontáneo de mercado, desde los mercados financieros globales hasta el tianguis local, desde el innovador tecnológico hasta el informal latinoamericano. O, podemos ser todos aquellos que, con el solo acto de hacer decisiones, de elegir una actividad sobre otra, practicamos la libertad—y, en teoría, la otra cara de la moneda de la libertad, o sea, la responsabilidad.

En los círculos intelectuales, donde impera una suprema inflamación del fatuo, es poco común, hasta vulgar, profesar una posición liberal. Es visto como admisión del mal. Sin embargo, más allá del silencio, sí vemos a (ciertas) mayorías preocupadas con asuntos tan fundamentales para el futuro de la libertad, como la libertad de expresión, como evitar que los dogmas de la iluminación nos digan qué decir, como decirlo, y en qué momento, ya sea en materia electoral, como en materia económica.

Estas voces son consistentes con el temperamento liberal—con el ensayo y error, con el derecho a decir, con la defensa de una actividad poco común en nuestra cultura, la actividad de escuchar. El liberalismo, en su versión tradicional, tiene la característica de ser una doctrina que admite, es más celebra, la pluralidad de puntos de vista contrarios a la propia tesis de la libertad.

Este temperamento defiende el dejar hacer, dejar vivir, y dejar decir. Por ello, la advertencia de Octavio Paz es fundamental: los que pretenden erigir la casa de la felicidad nos acaban condenando a la cárcel del presente. Por lo mismo, la actividad de la crítica es central para la libertad—crítica no como falso diletantismo, como profesar saber más que todos los demás, sino como una actividad constante de falseabilidad, de cuestionamiento, tanto de íconos como instituciones, sobre todo de lo que pretende la verdad para siempre.

Un heredero de estas vistas intelectuales es el periodista Carlos Alberto Montaner, quién fue galardonado por la Universidad Francisco Marroquín con un doctorado honoris causa, precisamente por su vocación de proteger la libertad de expresión. Montaner ve, en este sentido, corrientes terriblemente peligrosas en el caudillismo militar de Chávez, o el indigenismo radical de Morales, ciertamente en la tiranía del silencio que es ahora su país de origen, Cuba.

Montaner defiende la democracia liberal, en su vocación, pero también su visión, como comunicador de ideas. Quizá, visto así, la mayoría silenciosa es menos silenciosa de lo que un intelectual puede decir, o determinar. El comunicador debe incidir en estos, y en otros: empresarios jóvenes, innovadores, informales, ingenieros, amas de casa, líderes de casas universitarias, taxistas y trabajadores, deportistas, hasta los representantes de medios y de las artes cinematográficas.

El reto no es, como llegó a atacar Montaner con una serie de panfletos, hacer burla del “perfecto idiota latinoamericano”, sino, en el fondo, de hacer ver, como también lo ha hecho otro formidable intelectual público, la “idiotez de lo perfecto”.

Artículo de AsuntosCapitales

© Todos los derechos reservados.

El Cato (Estados Unidos)

 



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