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21/01/2006 | Los disfraces de Evo

Ignacio Camacho

En un sinvivir nos tiene a estas alturas Evo Morales, sin saber con qué atuendo se presentará mañana en su presidencial investidura: si el célebre jersey a rayas de mercadillo, la chamarreta de mensajero exprés, el poncho indígena, el traje oscuro de reglamento, o si irá desnudo como los hijos de la mar que Bolivia no tiene y por la que tanto suspira.

 

Desde que los argentinos apostaban qué visón sacaría Evita al balcón de la Casa Rosada no se había visto en Suramérica tanta incertidumbre indumentaria.

Este hombre, Evo, parece empeñado en hacer categoría de las anécdotas formales, un síntoma preclaro de bisoñez y banalidad, porque lo que importa no es que parezca un indiecito pobre, sino que resulte un dirigente honrado y digno, capaz de hacer valer su limpia mayoría. De momento se ha empeñado en cambiarle el nombre a los ministros, a los que quiere hacer llamar «servidores»; más le valdría elegirlos con cuidado para que no tengan las manos largas, como es común por esos pagos. Las revoluciones nominalistas suelen acabar quedándose en eso, en los nombres, que cuando se trata del poder no son precisamente arquetipos de la cosa, que decía Borges citando a los clásicos.

Algún asesor de ese grupo mediático español que, según el propio Morales, le hace de «jefe de campaña» debería aconsejarle que para la toma de posesión se deje de disfraces y acuda vestido de civil, que en la América de los uniformes es casi un testimonio de normalidad democrática.

En esas tierras de dictadores embutidos en guerreras verde oliva o alicatados de medallas bajo aparatosas gorras de plato, la corbata no es un dogal para los hombres libres, sino un símbolo de civilidad cotidiana. Si Evo quiere solemnizar su toma de posesión como el éxito de la clase humilde de su país, debería ponerse el traje de domingo con el que los pobres se honran a sí mismos en los días de fiesta. En la siniestra tradición latinoamericana de tiranos banderas vestidos de húsares y de dinosaurios ataviados de falsos guerrilleros, no hay mejor homenaje a la libertad que un hombre vestido de calle delante de un ejemplar de esas constituciones redactadas por soñadores liberales que jamás vieron otra cosa que el pisoteo de sus hermosas declaraciones de derechos, tantas veces violentados. La democracia no está en los penachos de colores, ni en las boinas estrelladas, ni en las bocamangas bruñidas, ni en los ponchos de alpaca, sino en el silencioso ejercicio de la igualdad mesocrática.

Es de temer, sin embargo, que, jaleado por los ruidosos amigotes castristas o bolivarianos que patrocinan su aventura política, Evo Morales crea que la singularidad de su papel debe reforzarse con un disfraz y se apunte al carnaval plebeyo para camuflarse de lo que ya no va a ser nunca. Porque si hasta ahora podía pasar como un utópico «outsider» campesino, desde mañana, se vista como se vista, no habrá jersey que le cubra la pérdida de la inocencia.

ABC (España)

 


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