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23/03/2012 | Chile: El precio de nuestro bienestar

Axel Kaiser

John Stuart Mill se quejó alguna vez de aquellos espíritus “superficiales“ que despreciaban la filosofía especulativa por considerarla ajena a los asuntos de la vida diaria. Para Mill, estos personajes ignorantes no entendían que la filosofía, las ideas, eran a largo plazo la fuerza más aplastante que pudiera existir sobre los asuntos humanos. Mill, por cierto, no está solo en esto. En su famosa Teoría General, John Maynard Keynes alertó que las ideas de economistas y filósofos políticos, correctas o equivocadas, eran más poderosas de lo que comúnmente se creía. Incluso más, según Keynes, el mundo se rige por poco más que ideas.

 

El curso de la evolución social entonces, si Keynes y Mill estaban en lo correcto, lo definen las ideas que en ella predominan. En consecuencia, el avance de ideas de una u otra naturaleza llevarán a la sociedad por el camino de la decadencia o el de la prosperidad.

Históricamente no ha habido grupo de ideas más contagioso y destructivo que el colectivismo. El mejor ejemplo de ello es Alemania. Desde medidados del siglo XVIII hasta principios del siglo XX, el mundo germano fue el faro intelectual, cultural y científico del mundo occidental. En su bestseller The German Genius, el británico Peter Watson explica cómo, la alemana, más que cualquier otra cultura moderna, fue la que forjó el mundo que conocemos hoy. El hecho de que hacia 1910 más de la mitad de la literatura científica del mundo se publicara en alemán y que en 1933 Alemania contara con más premios Nobel que Inglaterra y Estados Unidos juntos, son un reflejo de la pasada preeminencia intelectual germana.

Todo eso se evaporó con el avance de las ideas socialistas. Como bien explicó Friedrich von Hayek en Camino de Servidumbre, fue el ataque sistemático de intelectuales alemanes a la filosofía indvidualista sobre la que se fundó la civilización occidental, lo que proveyó las bases para que el nacional socialismo se hiciera del poder. Y así, una nación de la que se llegó a argumentar que constituía la verdadera heredera de la civilización romana y griega, se sumiría en el barbarismo y la oscuridad del colectivismo. El mismo colectivismo que bajo el nombre de "marxismo" sacrificaría a más de 100 millones de seres humanos.

La lección que debemos extraer de esta historia es que nada de todo aquello de lo que disfrutamos hoy en Chile gracias a la revolución liberal iniciada hace más de tres décadas está asegurado. Si continúa avanzando el discurso estatista redistributivo, la ideología igualitarista, la retórica anti empresarial y la moralina anti lucro, veremos severamente dañado nuestro sistema de libertades. Esto llevará a Chile al fracaso en su proyecto de alcanzar la paz y prosperidad que han logrado otros países, sumiéndolo en un nuevo período de estancamiento y conflictividad. Quienes piensan que mientras haya consumo las mayorías defenderán el sistema caen en una simplista ilusión. Las mayorías —ni hablar de las minorías bien organizadas—, infectadas por la demagogia estatista, pueden perfectamente optar por destruir un sistema que las beneficia. Las malas ideas, así lo prueba el socialismo, pueden y suelen triunfar frente a toda evidencia. Pues el problema, como bien ha explicado Douglass North, es uno de fe y no de racionalidad. Y las ideologías, como advirtió el mismo North, son materias de fe antes que de razón y subsisten pese a las abrumadores pruebas en contrario.

Hoy, a nuestro sistema de libertad económica se le ataca desde la oposición, desde el gobierno, desde la academia y desde las calles. Mientras tanto, salvo excepeciones, sus partidarios guardan silencio o transan derechamente sus principios. Creen que pueden cosechar los beneficios de la libertad sin comprometerse con su defensa. Se equivocan. Thomas Jefferson advirtió que hay un precio que pagar por nuestra libertad y prosperidad: la eterna vigilancia. No basta con el cheque a fin de mes, pues nadie quedará libre de las consecuencias cuando lo alcanzado hasta ahora se haya perdido.

Este artículo fue publicado originalmente en El Mercurio (Chile) el 20 de marzo de 2012.

El Cato (Estados Unidos)

 


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