El que mal y tarde comunica, mal acaba. Eso le ha ocurrido al Gobierno mexicano, cuya credibilidad ardió y se volvió cenizas como en la misma pira, en un socavón de un vertedero de basura en el que habrían sido quemados con diésel, gasolina, maderas, neumáticos, envases de plástico, los 43 cuerpos de jóvenes que buscaban ser maestros rurales en la Normal de Ayotzinapa, del sureño estado de Guerrero.

Había más de 10.000 hombres buscando a los estudiantes (6.800 soldados, 1.870 policías federales, 900 marinos, 110 peritos, 300 investigadores, medio centenar de agentes del ministerio público), pero fue la confesión de tres autores materiales lo que hizo afirmar al procurador de la República, Jesús Murillo Karam, que 15 jóvenes llegaron muertos por asfixia a la enorme fosa natural en las afueras de Cocula -capturados por policías en Iguala y entregados a sicarios del grupo denominado Guerreros Unidos- y el resto recibió disparos: "Posteriormente los arrojaron a la parte baja del basurero, donde quemaron los cuerpos", aseguró, hasta que no quedaron sino cenizas y huesos que fueron triturados para luego ir a tirar los desechos humanos en bolsas plásticas, desde un puente, al río San Juan. Los cuerpos habían ardido durante 15 horas.

Horror confesado

Pese a este horror confesado y vídeograbado, paradójicamente los estudiantes "se seguirán considerando como desaparecidos"; es decir, muertos, calcinados y arrojados huesos y cenizas al río, pero técnicamente "desaparecidos" durante los muchos meses que tardará la Universidad austríaca de Innsbruck en concluir resultados de estudios que se complican por la extrema calcinación y degradación de los pocos restos hallados en una de ocho bolsas empleadas.

Son inconsistencias rechazadas por los familiares. Por ello ardían al día siguiente del errático informe la puerta del Palacio Nacional en la ciudad de México, el palacio de gobierno de Guerrero y más de 20 patrullas de policía.

En múltiples regiones de México hay ausencia de gobernabilidad. Mandan poderes fácticos: primero eran cacicazgos locales; luego una delirante criminalidad organizada que se dejó crecer hace años y que se hace del control local mediante el terror expresado en barbaries como la sufrida por los normalistas. Somos el país de las fosas clandestinas.

Es muy tarde para un simple control de daños como el que intenta el presidente Enrique Peña Nieto, que quiere viajar a China y Australia como si no pasara nada. Lo de menos es que haya renunciado el gobernador de Guerrero Ángel Aguirre; que haya 74 policías y sicarios presos, más el alcalde de Iguala y su esposa. Gambusinos de cadáveres habían ubicado otros 30 recientes en fosas de Iguala.

El remedio de tanto mal, consentido por todos, debería obligar a los partidos políticos, al Gobierno, a los estudiantes que por decenas de miles se han manifestado en las calles, a toda un sociedad indignada pero sin organización y sin canales por donde desahogar con algún éxito su ira justa, a reconstruir, desde abajo, el andamiaje de las instituciones, un edificio colapsado por un tsunami de corrupción, impunidad y simulación, los tres añejos nutrientes de la violencia. Y del autoritarismo.

José Reveles es periodista mexicano, especializado en temas de seguridad nacional. Ha publicado, entre otros libros, 'Levantones, Narcofosas y Falsos Positivos' (Grijalbo, 2011)