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25/07/2005 | Las diferencias entre el 11/S y el 7/J

Mark Steyn

 

Para ser honesto, abandonar Estados Unidos camino de Gran Bretaña unas cuantas horas después de los atentados de Londres fue un alivio. Las expresiones norteamericanas de solidaridad con la valiente Albión tendían a ser churchillianas, por no decir shakespirianas: luchemos contra ellos hasta el final, querido amigo. En la radio, algunos presentadores de programas de tertulia ponían fragmentos de Elgar y "Rule Britannia". Al llegar a Londres, por el contrario, encontré la reacción local a los terroristas, expresada por los jóvenes del pub, bastante más próxima a: "que te den, tocapelotas".

Sin duda. Dar por saco a los tocapelotas terroristas es algo deseable con devoción.

¿Pero qué pasa si no? Si uno quisiera luchar hasta acabar con ellos, ¿a dónde iría? A pesar de la prisa de los amigos de Gran Bretaña del otro lado del Atlántico por presentar el 7/7 como el "11 de Septiembre de Londres", la etiqueta no encaja en absoluto. En cuestión de 24 horas tras el 11 de Septiembre, estaba claro que en alguna parte, algún estado soberano iba a ser invadido. Simplemente, América no se podía permitir no contestar. No existe esa sensación en Gran Bretaña.  

Algunos lectores pueden discrepar, por supuesto. Apenas se había depositado el polvo de los atentados del jueves cuando Derrick Green me enviaba un e-mail de felicitación: "Apuesto a que vosotros judíos supremacistas pensáis que es Navidades antes de tiempo, ¿no? Increíblemente, vais a saliros con la vuestra incluso más de lo que lo hicisteis antes, y el pueblo británico se va a ver arrastrado a más guerras por Israel".

Ah, el judío es tan infinitamente astuto, ¿verdad? El mundo musulmán ha empleado décadas en diseminar asiduamente la noción de que el motivo por el que una región gigantesca rica en crudo que se extiende miles de millas está sitiada por deformidades políticas y otras psicosis severas es una pequeña franja de tierra ligeramente mayor que mi ciudad de New Hampshire. Pero para el sr. Green, es prueba de la teoría de la expansión rampante post-11 de Septiembre hasta costas aún más ajenas: parece que una fina cuña de siniestros sionistas está desestabilizando hoy a Europa entera, por no decir al mundo entero.

Cualquiera que sea el atractivo del antisemitismo, tiende a no funcionar demasiado bien para aquellos que invierten demasiado en él – véase el Tercer Reich y las partes más alocadas del mundo árabe de hoy. E incluso entre mis propios lectores, la sospecha del pavor judío parece cegarles en lo que los sucesos de la pasada semana pueden vaticinar más plausiblemente: la israelificación de la vida europea.

El del jueves fue un acto espantoso de salvajismo: la cifra de muertos final, de varias docenas, habría sido calificada como un recuento de cadáveres espectacular en los días de gloria de la campaña de terror del IRA; centenares más llevarán las cicatrices de esa mañana mientras vivan; y otros miles de británicos – las familias y los amigos de los muertos – tendrán un vacío enorme asestado a sus vidas. De haber ocurrido esto en 1975 o 1985, habría sido un acto criminal que reverberaría por toda la vida política británica durante semanas o meses.

¿Y qué más? En la reconfiguración del terror post-Nueva York, post-Bali, post-Madrid, aritméticamente fueron migajas. Carecen de la icónica precisión flameada de utilizar aviones para esculpir a impactos la silueta de Manhattan. Apenas llegaba a la altura en comparación con un mal día en Irak, o un par de días malos en Tailandia, donde lejos de la mirada de la CNN o la BBC, unas 800 personas han sido asesinadas por terroristas islámicos en los seis primeros meses de este año.

Los británicos y muchas fuerzas policiales continentales tienen una larga experiencia con el terrorismo, y son buenas – dentro de los obstáculos políticos bajo los que operan – a la hora de ocuparse de él. En sus días de gloria, el IRA volaba por los aires a miembros de la Familia Real y del gobierno británico. Al final de su campaña se reducían a salpicar centros comerciales con abuelitas y mujeres embarazadas. Ahora, como entonces, los blancos de prestigio estarán seguros frente al terrorismo, y eso deja a los objetivos fáciles – en una palabra, usted, su viaje en el autobús por las mañanas, ese pequeño restaurante que le gusta. Y, como en Israel, los europeos se acostumbrarán a la idea de que de vez en cuando, de manera completamente arbitraria, habrá días en los que tu marido o tu hija o tu mejor amigo se irá a trabajar y no volverá.

Digo "europeos" porque, aceptando que a los ojos de los intelectuales occidentales esto es culpa de George W. Bush, existen diferencias significativas entre la relación de Europa y de América con el islam. Fue el difunto ayatoláh Jomeini el que popularizó la idea de que Estados Unidos es el Gran Satán – una abreviatura inteligente de eso es que no reconoce simplemente que la hiperpotencia es malvada, sino que es también una gran seductora. Y cuando uno compara el enorme número de jihadistas británicos, europeos y canadienses que se han presentado oficialmente en Afganistán, Pakistán, la India, Irak, Israel, Bosnia, Chechenia y más allá, con la cifra relativamente insignificante de musulmanes americanos enrolados así, uno empieza a apreciar que el Gran Satán es en realidad un seductor relativamente eficaz – al menos en lo que se refiere a la idea de que América está haciendo aparentemente un mejor trabajo de asimilar a los musulmanes que Europa o Canadá. Por supuesto, para asimilarte tienes que tener algo en lo que asimilarte, y la soporífera nulidad del ideal europeo parece ser un poquito deficiente a ese respecto.

Pero también hay otra diferencia, y es lo que quiero decir por israelificación: los jihadistas entienden que Europa está abierta a cualquiera de un modo en que América no. La Palestina del Mandato era, en una broma irónica, la tierra doblemente prometida – por lo tanto, una democracia occidental y una población musulmana marginal existen en dos soledades (la mayor parte) pero reclaman la misma propiedad inmobiliaria.

Como sucede, así es como más y más musulmanes ven a Europa. Y mientras sus cifras crecen, parece probable que los taimados líderes islámicos de Oriente Medio abracen la causa de los derechos de los musulmanes europeos del mismo modo que exigen solidaridad con los palestinos.

Cuando Francia comenzó a contemplar su prohibición del pañuelo en la cabeza en las escuelas, despachó a ministros del gobierno a buscar el consejo de los imanes egipcios, aceptando implícitamente la opinión de los académicos islámicos de que la Quinta República es hoy una provincia periférica de dar al-Islam. Como puede dar fe la Entidad Sionista, eso no es un club en el que quieras inscribirte necesariamente.

Pocos líderes europeos tienen la más remota idea de qué hacer con esto, pero, como todo subraya, la ley del pañuelo francesa, y la propuesta de ley británica de Incitación al Odio Racial, y las respuestas holandesas al asesinato de Theo van Gogh, la mediación entre lo que Tony Blair llamó el jueves nuestro estilo de vida y los valores musulmanes se ha convertido ya en una dinámica capital de la cultura política europea – un logro notable para una minoría de la que pocos europeos eran más que vagamente conscientes pre-11 de Septiembre.

Mientras tanto, a través de las fronteras no entran en masa terroristas suicida, o maletines nucleares, aunque entrarán al final, sino ideología – feroz, seductora e implacable.

Esa es la ironía final de la israelificación de Europa: tan lamentable como pueda ser para los antisemitas continentales, en este escenario, ellos son los judíos.

Diario Exterior (España)

 


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