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01/08/2010 | México - La ley de la cárcel, negocio del crimen organizado

Víctor Ronquillo

El caso de los reos-sicarios, que operaban apoyados por las autoridades del Cereso de Gómez Palacio, es una muestra de la corrupción y el gran negocio que representa el sistema penitenciario para el crimen organizado.

 

Lo ocurrido en el Cereso número dos de Gómez Palacio, Durango, donde los internos operaban como sicarios utilizando armas de los propios custodios, expone de manera cruda la realidad del feroz control establecido por el crimen organizado dentro de las cárceles del país, convertidas en espacios privilegiados para el negocio del narcomenudeo, en impenetrables guaridas para asesinos, narcotráficantes y secuestradores, y en cotos de poder del crimen organizado.

Las viejas formas de corrupción —auténticos gobiernos alternos establecidos en los penales por los propios internos— quedaron relegados por la infiltración del crimen organizado, por la amenaza de los internos ligados a poderosos cárteles, por sicarios, operadores y vendedores de droga al menudeo: miles de efectivos de los ejércitos del narco abarrotan los penales y llevan a una nueva expresión la recurrente crisis del deteriorado sistema penitenciario mexicano.

De acuerdo a información de la Secretaría de Seguridad Pública federal, en los penales del país se encuentran recluidos 50 mil 467 internos del fuero federal. Muchos de ellos representan una amenaza en prisiones limitadas en sus recursos y con autoridades débiles que pueden ser cooptadas a través del ya tradicional mecanismo de “plata o plomo”. ¿Fue eso u otra cosa lo que ocurrió con Margarita Rojas Rodríguez, directora del Centro de Readaptación Social número dos de Durango, convertido en guarida de sicarios?

Porque lo mismo ha pasado en muchos penales del país hoy controlados por el narco y su poderío: fuentes de información vinculadas a la Procuraduría General de la República (PGR) estiman que 60 por ciento de las cárceles municipales y de los Ceresos están controlados por operadores del narcotráfico, quienes disponen de sicarios a sueldo. Las cárceles en poder del crimen organizado, de organizaciones como Los Zetas, el cártel de Sinaloa y La Familia Michoacana, se encuentran en Quintana Roo, Nuevo León, Veracruz, Tabasco, el Estado de México, el Distrito Federal, Tamaulipas, Baja California, Sinaloa, Michoacán, Chihuahua y Durango. Es decir en más de medio país.

El proceso del establecimiento del control de los penales por el crimen organizado se inició a mediados de esta década, cuando el número de capturas de criminales ligados a grupos de narcotraficantes aumentó. A las cárceles llegaron operadores y sicarios de distintas organizaciones criminales, quienes, mejor organizados y con mucho dinero, pronto establecieron el control de los negocios carcelarios con significativos ingresos —delnarcomendeo a la prostitución. Desde entonces, la ley de la cárcel fue dictada por ellos: por el crimen organizado.

La información sobre este explosivo ingrediente en la realidad del sistema penitenciario mexicano se concentró en un informe que circula en la PGR. De acuerdo a esta información, procedente de las propias instancias de seguridad pública y las procuradurías estatales, el pago para los directores y funcionarios de los centros de reclusión municipal por parte de las organizaciones criminales para permitirles operar fluctúa entre 15 mil y 70 mil pesos mensuales.

Las estadísticas de la violencia en las cárceles del país, según información de la Secretaría de Seguridad Pública para el lapso que va de septiembre de 2008 a diciembre de 2009, indican un cruento saldo de 200 muertos, 507 heridos y 142 reos fugados. En los últimos 18 meses, sólo en las cárceles de Durango, 71 personas perdieron la vida en batallas perpetradas para controlar centros penitenciaros como el número 2 de Gómez Palacio. Estos son los antecedentes de ese penal convertido en guarida de sicarios: el ocho de marzo de 2009, un comando liberó a cinco internos; el 14 de agosto de ese mismo año el saldo de lo que oficialmente fue considerado como una riña fue de 20 homicidios. Antes de esta batalla se libraron otras tres, menores, en ese mismo mes al interior de la cárcel.

Una semana después de la “riña” donde murieron 20 internos, cuando Margarita Rojas Rodríguez asumió la dirección del penal, renunciaron 13 de los 40 custodios. Poco menos de un año después, en un video que circuló profusamente por internet, un policía de la ciudad de Lerdo, Durango, interrogado por hombres armados que al final le darían muerte, señaló que los sicarios que han sembrado el terror en Torreón, donde perpetraron por lo menos las masacres del bar Ferrie, del bar Juana’s y de la finca Italia Inn, estaban presos en el Cereso número 2 de Gómez Palacio. Los sicarios dispararon a sus 35 muertos y casi 40 heridos con rifles R-15, armas de cargo de los custodios del penal.

OTRA NEGRA HISTORIA DE SICARIOS Y PENALES

En Culiacán, una mañana, un par de sicarios llegaron a un negocio. No se trataba de un asalto. Sometieron a la encargada y al dueño, los pusieron boca abajo y a él le dispararon a mansalva. Una muerte más, impune.

El hermano del asesinado se resiste a que la muerte de quien hacía por la vida con honestidad sea considerada una ejecución de alguien relacionado con el narcotráfico, ligado a las mafias o a sus negocios. Dos policías ministeriales de la ciudad investigaron, animados por la recompensa ofrecida. En un principio avanzaron de prisa en la investigación: en varias semanas tuvieron suficiente información para saber quién ordenó y consumó la ejecución. Fue “un trabajo”, un “encargo” de los que se puede sospechar realizan algunos policías ministeriales de Culiacán. Uno de ellos literalmente sacó del consejo tutelar para menores a dos conocidos suyos: dos muchachos dispuestos a jalar el gatillo. Les indicó quién era la víctima. Al final les pagó por consumar la ejecución.

¿Cuánto vale un muerto en Culiacán? Cinco mil pesos. De ida y de vuelta: si el hermano de la víctima hubiera aceptado hacerse justicia por su propia mano, los ministeriales ya le habrían puesto precio a la vida de uno de los sicarios. En esta historia los sicarios son internos de un penal y quien organiza y opera la ejecución es un policía.

¿DÓNDE QUEDÓ LA REHABILITACIÓN?

La premisa de los 438 penales del sistema penitenciario mexicano es la rehabilitación. Pero la realidad es bien otra: la inhumana sobrepoblación de las cárceles del Distrito Federal, la inminencia de motines en los penales de Neza-Bordo, en el Estado de México, o de Acapulco, en Guerrero; la corrupción en Puente Grande, Jalisco; la amenaza de los narcos en Topo Chico, Nuevo León; así como en los penales de ciudades como Culiacán y Nuevo Laredo, en el Mil Cumbres de Michoacán, en los penales de Sinaloa, o las pandillas en el de Ciudad Juárez. Todo indica que se puede delinquir desde los penales, mantener las operaciones del negocio del trasiego de drogas, organizar secuestros y realizar crueles extorsiones telefónicas.

Eso funciona porque la economía del delito dentro de los penales prospera. Muchos negocios se diversifican y crecen al amparo de la corrupción. El más redituable es el del ingreso y la venta de drogas al interior de las cárceles, pero la venta de comida y espacios para las visitas es un negocio más o menos lícito y también muy provechoso. Si alguien quiere andar libremente dentro del penal, paga lo necesario y punto. Lo mismo aplica al querer usar computadoras portátiles y celulares. Se paga por prolongar la visita íntima y por la contratación de trabajadoras sexuales. Los documentos de preliberación también representan un buen negocio cuyas ganancias alcanzan a la burocracia de los juzgados. Por todo se paga en los penales; por el pase de lista, la visita, los alimentos, por un lugar donde dormir. Esto hace que las cárceles en México sean tan caras como cualquier hotel de cinco estrellas. Y, como en éstos, el que paga manda: en el penal de Cieneguillas, en Zacatecas, el año pasado se fugaron 53 reclusos. De acuerdo a testimonios de los propios custodios involucrados en la fuga, Los Zetas tenían en su nómina al personal del penal. De cinco a 20 mil pesos costaba la voluntad de autoridades y guardias.

Más allá del Cereso número dos de Gómez Palacio, Durango, convertido en guarida de sicarios, la alarma se extienden por los penales de todo el país, donde priva la corrupción, la sobrepoblación y la injusticia y desde donde se erigen expresiones de criminalidad insospechada: los verdaderos cotos de poder del crimen organizado.

Milenio (Mexico)

 


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