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07/06/2006 | México: La hora negra

Jorge Eugenio Ortiz Gallegos

El siglo XXI que comenzamos sufre la saturación de una pretendida democracia mundial. El mercado libre entre las naciones, la libre circulación monetaria entre los países, los gobiernos regionales que tienden a cimentar un gobierno único mundial.

 

El ejemplo más avanzado es el alcanzado por los europeos que crearon parlamentos en los que se han unido ya por lo menos 50 países de esa región.

De ese mismo cuño o línea de conducta nació la idea de una nueva moneda común que suprimió la prioridad del dólar o de la libra esterlina, y le dio nacimiento al euro, que ya circula en todo el mundo.

Los tribunales especiales de incumbencia internacional avanzan a partir del esfuerzo europeo.

A partir de la Independencia mexicana de 1810, el voto era una especie de tributo de la relación amistosa o dependiente de algún noble en las dinastías imperiales europeas.

Salvo algunas farsas o casos regionales, México no tuvo autoridades que fuesen producto de elección. En el siglo XIX tuvo tres imperios y muchas repúblicas. No podemos dejar de considerar imperio el que se consolidó con la dictadura de don Porfirio Díaz, que duró como príncipe heredero de una supuesta corona cerca de 30 años.

Los otros dos imperios fueron el efímero e insípido imperio de Agustín de Iturbide y el del vienés Maximiliano de Austria, que vino para quedarse como emperador y estaría sepultado en tierras mexicanas, si con su fusilamiento Benito Juárez no lo hubiera mandado al destierro permanente en los sótanos de los reyes y nobles en la ciudad de Viena.

Pero desde el comienzo de los tiempos hasta nuestros días, dos siglos no le dieron a México ni siquiera la fachada de una especie de democracia. En los primeros tiempos se seguía la costumbre establecida en España. No se le permitía votar sino al que sabía leer y escribir.

Y ahí se quedó nuestra democracia esperando, hasta que la visión genial del licenciado Manuel Gómez Morín a través de su partido fundado en 1939, presionó a la dictadura del partido único o partido oficial, que con sus sucesivos nombres terminó llamándose PRI, a partir del gobierno del presidente Miguel Alemán Valdez. Y no fue sino con su sucesor, el veracruzano Adolfo Ruiz Cortines, el adicto al juego del dominó, el que otorgó el voto a todos los mexicanos, incluyendo a las mujeres.

Pero el partido oficial sólo inventó hasta 1990 la credencial de votar, que viene siendo una especie "de papel de mil usos". Pudo instituirse entonces la credencial ciudadana que se diseñó y pudo ser aprobada por el Congreso, pero para los fines aviesos de la antidemocracia le fue suficiente al Partido Revolucionario Institucional que todos los mexicanos trajesen consigo la credencial ciudadana, que le sirve para identificarse para cualquier uso, hasta para entrar a un baño público o hacerse presente en la casilla de la votación. Y cuántas maniobras se pueden estar inventando en este instante para que la Comisión Federal Electoral, que teóricamente es una comisión que no pertenece al gobierno, caiga en la red de ser un instrumento más para el fraude colectivo, como lo ha sido el voto ciudadano a lo largo de la historia de México.

Cabe recordar que a menos de 30 días del 2 de julio, fecha de las elecciones federales, se puede aplicar el decir de los árabes que cruzan el desierto del Sahara: "La última hora antes del amanecer es la más terrible, la más fría y la más destructora del hombre".

jodeortiz@netra.net

Escritor

El Universal (Mexico)

 



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