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12/02/2016 | Las piedras pecaminosas de Roma

James Neilson

Los islamistas más radicales son iconoclastas, puritanos que se han propuesto eliminar todo cuanto a su juicio no cabe en el orden terriblemente austero previsto por los seguidores más decididos de Mahoma.

 

En su mundo no habrá lugar para la música, la danza o, huelga decirlo, imágenes que no sean meramente geométricas. Es que, como advirtió el ayatolá Ruhollah Khomeini, el artífice de la revolución iraní, "no hay bromas en el islam. No hay humor en el islam. No hay diversión en el islam. No puede haber diversión ni alegría en lo que es serio".

Tampoco se permite que permanezcan intactas las reliquias de otras culturas, todas propias de "la edad de la ignorancia" o "jahiliyyah". En Afganistán los talibanes dinamitaron las célebres estatuas grecobudistas de Bamiyán; en Siria e Irak, los militantes de Estado Islámico están haciendo lo suyo con los monumentos dejados por asirios, griegos, romanos y otros. Los islamistas más ambiciosos esperan continuar la obra de purificación quemando museos y bibliotecas, demoliendo templos y monumentos en Europa, América y Asia oriental y transformando las tierras de "la casa de la guerra" en desiertos en los que no haya nada que pudiera distraer a los fieles de su deber de contemplar la gloria de Alá, el clemente y misericordioso.

Por extraño que parezca, en algunos países europeos tales puritanos han encontrado aliados entre dirigentes políticos que no son islamistas, nihilistas, filisteos, pirómanos o excéntricos deseosos de salvar el planeta regresando a la Edad de Piedra, sino personas presuntamente cultas que dicen valorar lo hecho por generaciones de artistas en el transcurso de varios milenios. Por cierto, a nadie se le ocurriría calificar de "bárbaro" al primer ministro italiano Matteo Renzi, el exalcalde de Florencia, nada menos, que se ubica hacia la izquierda del espectro ideológico de su país. Sin embargo, para indignación de muchos italianos y de referentes culturales de otros países como el peruano Mario Vargas Llosa, que hace poco criticó con vehemencia lo que tomó por una manifestación inaceptable de cobardía, a Renzi le pareció espléndida la idea de cubrir muchas estatuas antiguas en Roma para que el espectáculo de hombres, mujeres y hasta caballos desvestidos no perturbara al presidente iraní Hassan Rohani o, lo que es de suponer le pareció más importante, a los televidentes persas. Rohani consiguió su doctorado en Glasgow, una ciudad escocesa que no se destaca por la pudibundez de sus habitantes, pero aunque es de suponer que los guardianes de la moralidad confiaban en su capacidad para controlarse si de súbito se viera frente a una estatua insinuante, habrán albergado dudas acerca de cómo reaccionarían personas presuntamente más susceptibles a tales encantos.

A pesar de que pocos políticos occidentales se esforzarían tanto como Renzi por congraciarse con los islamistas, aunque sólo fuera por dinero, ya que estaban en juego contratos por decenas de miles de millones de dólares, casi todos dicen creer necesario hacer muchas concesiones para que los musulmanes que viven en sus países se sientan más cómodos. Dan a entender que mofarse de Cristo es una cosa pero hacer lo mismo con Mahoma es otra, motivo por el que algunos occidentales influyentes, comenzando con el papa Francisco, confesaron comprender la ira santa que atribuyeron a los asesinos de los dibujantes de "Charlie Hebdo". Una consecuencia de las presiones nada sutiles así supuestas ha sido la autocensura. En muchos países europeos es habitual tratar la "islamofobia" como una variante del racismo que debería prohibirse, razón por la que en Alemania y Suecia la policía ha sido reacia a intervenir en defensa de mujeres hostigadas por bandas de musulmanes convencidas de que todas las infieles les pertenecen, como sucedió en ciudades europeas en vísperas del Año Nuevo. Aquel episodio sacudió tanto a los europeos que se pusieron a erigir barreras en el camino de las columnas de refugiados musulmanes que avanzaban a través de los países balcánicos.

Lo que se han propuesto personas como Renzi es separar a los islamistas más sanguinarios del resto de sus correligionarios. Esperan que, al enterarse de que los occidentales de otros cultos o de ninguno están dispuestos a modificar sus propias costumbres, todos los musulmanes con la excepción de un puñado de energúmenos dejen de sentirse marginados. ¿Ha brindado dicha estrategia los resultados previstos? Claro que no. Por el contrario, la voluntad evidente de los gobernantes europeos y, en menor medida, de los estadounidenses, canadienses y australianos de subrayar de manera por lo común exagerada el respeto que juran sentir por el islam sólo ha servido para estimular a los más combativos. Al darse cuenta de que los intelectuales europeos sienten miedo, ya aleccionados hace un cuarto de siglo por la experiencia ingrata de Salman Rushdie y los traductores de su libro "blasfemo", "Los versos satánicos", los yihadistas tienen motivos para creer que están ganando la batalla cultural. He aquí la razón principal por la que miles de jóvenes criados en Europa, entre ellos muchos estudiantes universitarios, se han trasladado a Siria e Irak para luchar en la guerra santa contra los infieles. Les parece que Occidente está replegándose frente a los ejércitos del profeta y que el destino los ha convocado para aportar al triunfo del bien en la lucha contra el mal. Puede que sea una ilusión, que hayan cometido un error fatal al suponer que la pusilanimidad de algunos políticos e intelectuales significa que los europeos están preparándose para rendirse incondicionalmente, pero es comprensible que propendan a pensar así personas formadas en enclaves dominados por militantes islamistas que, como tantos otros, quieren rebelarse contra el statu quo.

El resurgimiento del fanatismo islámico se debió menos a la prédica de los ideólogos de la Hermandad Musulmana y los petrodólares invertidos por Arabia Saudita para difundir la única fe verdadera que a la sensación nada arbitraria de que, por razones internas, las viejas potencias occidentales serían incapaces de frenarlo. Así, pues, cualquier síntoma de debilidad, como la voluntad del primer ministro italiano de ir a virtualmente cualquier extremo para congraciarse con un islamista iraní, sirve para envalentonar aún más a quienes fantasean con derrotar de una vez a Occidente antes orgulloso que, en su opinión, en la actualidad es tan patéticamente humilde que no le será dado continuar resistiendo por mucho tiempo más.

Río Negro (Argentina)

 



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