A poco de cumplir sus nueve lunas, el gobierno de Alberto Fernández alumbró el 17 de agosto la primera protesta masiva en su contra. Un tuitero describió el reclamo con admirable síntesis: "Miles salimos a las calles a decirle a Fernández que está gobernando mal". Ese fue el sentido amplio de las manifestaciones que se replicaron en las principales ciudades del país.
No hubo críticas directas al presidente ni ataques a su
persona (no fue el caso de su compañera de fórmula, cuya presencia en el
escenario político argentino sigue siendo indigerible para una gran parte de la
población). Las marchas se caracterizaron por la ausencia de identificaciones
partidarias, la profusión de banderas argentinas, y los centenares de pancartas
de fabricación doméstica mediante las cuales los manifestantes exponían los
motivos por los cuales piensan que Fernández está gobernando mal: la presión
del Ejecutivo sobre los otros poderes del Estado, el proyecto de reforma
judicial, la intención de alterar la composición de la Corte Suprema, el manejo
de la crisis por el virus corona, la impunidad, la corrupción, la inseguridad,
la rebaja de las jubilaciones.
Como se ve, los primeros son enteramente atribuibles al
actual gobierno, el resto forma parte de los reclamos históricos de los
argentinos, que el actual gobierno tampoco parece interesado o capaz de
resolver.
Así como no se advirtieron en las marchas impugnaciones
al actual presidente tampoco hubo expresiones de nostalgia por el anterior
presidente, y la presencia en ellas de algunas figuras identificadas con el
ambiente cambiemita no pasó del testimonio personal. Las contradicciones
internas expresadas en vísperas de la protesta por la cabeza de la alianza y
por su representante máximo en el ejercicio de la función pública diluyeron la
influencia del grupo supuestamente opositor y le impiden ahora capitalizar
políticamente el reclamo.
LA CLASE MEDIA, PROTAGONISTA
Las clases medias, en todas sus gamas, fueron las grandes
protagonistas de las movilizaciones del lunes; salieron a la calle
identificándose con banderas argentinas, y en nombre de sí mismas. Esas clases
medias declararon a quien quisiera escucharlas que no han encontrado todavía
una expresión política que las represente.
La incapacidad para reconocer una oportunidad suele ser
defecto grave en un dirigente, o por lo menos algo que los dirigidos no suelen
perdonar. Le pasó a Mauricio Macri, que tuvo la ocasión única de cambiar el
rumbo de la Argentina y quedar inscripto en el libro de su historia, y la echó
a perder. Le pasó, en estos seis o siete meses, a Alberto Fernández.
A comienzos de año, Fernández era un enigma; su gabinete,
mezcla de allegados personales y representantes de intereses especiales, una
promesa de dificultades; su compañera de fórmula, un anticipo de conflictos. Su
desempeño inicial ante la aparición del virus le valió niveles de aprobación
pocas veces alcanzados, y pocas veces perdidos tan rápidamente.
Con una secuencia imparable de errores, mentiras y
torpezas -unas propias y otras resultantes de las maquinaciones de su jefa
política- malogró la ocasión de afirmar su autoridad, consolidar una base
propia de poder y conducir el país por el camino de la institucionalidad, la
moderación y el diálogo que había prometido. La Argentina enfrenta un escenario
extremadamente difícil, que se vuelve más difícil por la debilidad del gobierno
y por su probada disposición a hacer tonterías.
***Santiago González, Periodista. Editor de la página web
gauchomalo.com.ar