El manejo de la cosa pública se convirtió en patrimonio de una casta que pone al servicio de las élites el poder coercitivo del Estado.
En los Estados Unidos, Washington DC es una metáfora de
la clase política, y cualquier aficionado al cine conoce la imagen de
Washington DC que Hollywood proyecta en sus películas: una banda de corruptos
desentendidos de sus votantes, que sólo se acuerdan de la Constitución y de la
patria a la hora de componer discursos, siempre dispuestos a usar y abusar de
sus posiciones de poder para engrosar sus billeteras. Hollywood muestra lo que
el público norteamericano piensa de la clase política, lo que Occidente piensa
de la clase política.
Pero, ¿desde cuándo la política, que por definición
involucra a todos los ciudadanos, los integrantes de la polis, pasó a
convertirse en patrimonio de ese grupo de personas que reconocemos de inmediato
cuando alguien se refiere a la clase política? El fenómeno fue complejo y
obediente a múltiples causas, pero tan pronto la democracia republicana y la
economía de mercado parecieron consolidarse como sistema, los representantes
políticos y sus representados comenzaron a distanciarse. Ambas partes, cada una
por su lado, se sintieron atraídas por otros intereses.
Los partidos políticos, tal como los habíamos conocido,
agonizaron. Pero los partidos eran punto de intersección y tránsito entre el
conjunto “ciudadanos” y el conjunto “políticos”, el lugar donde ambos se
nutrían recíprocamente, donde se discutía el día a día y se diseñaban las
plataformas, donde los aspirantes a dirigir o representar debían medir sus
quilates, donde la pertenencia a uno u otro conjunto era inestable, fluida, en
modo alguno congelada. La declinación de los partidos políticos privó a la
democracia republicana de sus raíces y su savia, de su vitalidad.
A medida que los ciudadanos se replegaban a sus hogares y
sus asuntos particulares, quienes persistían en la actividad política se reconocían
a sí mismos como políticos; podríamos decir que encontraban una nueva
identidad, menos atenta a sus representados, menos dependiente de sus demandas
y reclamos, más libre para perseguir sus propios intereses -pocas veces
ideológicos o principistas, las más de las veces vinculados al ascenso social o
el mejoramiento patrimonial- desde las posiciones de poder a las que el sistema
democrático los encumbraba.
En casi todo Occidente la actividad política fue
perdiendo su impronta vocacional para convertirse en una profesión, con sus
sacrificios, altibajos y frustraciones, pero con sus generosas recompensas.
Estos nuevos profesionales reclamaron su lugar entre los poderosos,
descubrieron más puntos de interés común con ellos que con sus representados, y
encontraron que sus carreras podían avanzar vertiginosamente en los términos
ambicionados si prestaban más atención a las élites -económicas, mediáticas,
incluso culturales – que a sus bases electorales.
Así fue como quienes habían comenzado siendo la voz de sus
representados en los términos de unas convicciones comunes discutidas de
antemano se transformaron en una corporación cerrada y sólo atenta a sí misma.
Los partidos se convirtieron en franquicias electorales, las identidades
quedaron para el cotillón proselitista, las encuestas reemplazaron a los
idearios, los discursos viraron hacia lo trivial o lo incomprensible. La
actividad política se redujo al fare bella figura en la televisión y al toma y
daca en los pasillos, y la alternancia democrática sirvió para mantener con
vida la ilusión de la renovación y el cambio, del gobierno y la oposición.
Los analistas percibieron esa brecha creciente entre los
ciudadanos y los políticos, y trataron de explicarla por diversos caminos.
Alvin Toffler, por ejemplo, obsesionado con la incidencia de los cambios
tecnológicos, la atribuía a la creciente complejidad de los asuntos públicos.
“Hoy día, la masa de votantes carece hasta tal punto de contacto con sus
representantes elegidos, y son tan técnicas las cuestiones que se debaten que
incluso los ciudadanos cultos de clase media se encuentran irremediablemente
excluidos del proceso de fijación de objetivos”, escribió en 1970.
Pero la oscuridad de las cuestiones y los discursos no se
debía, como creía el futurólogo, a su complejidad técnica: en general los
lineamientos políticos de los asuntos públicos son muy sencillos y fáciles de
entender, de otro modo la idea misma de la democracia sería una quimera. La
oscuridad creciente del debate público respondió a la necesidad de la clase
política de enmascarar el hecho de que sus acciones y decisiones poco tenían
que ver ahora con el mandato de los votantes y mucho con la conveniencia de las
élites, ese círculo exclusivo del poder y del dinero al que se había integrado
como miembro pleno.
El público percibió ese desapego, que por otra parte era
recíproco, y dejó de prestarles atención. Comprendió que la política había
dejado de ser preocupación de todos para convertirse en ocupación rentada de
pocos, y en el mejor de los casos concentró las energías en protegerse de sus
decisiones. En ese repliegue, le hizo el campo orégano al desarrollo de la
política profesional entendida como una nueva rama de la industria de los
servicios: la administración del poder del estado en beneficio de las élites,
el lobby en favor de sus intereses. Tráfico de influencias, digámoslo
claramente, con su correspondiente lavado.
Favorecidas por las mil y una regulaciones imaginadas por
la política profesional para disimular los favores a los amigos, proliferaron
en Occidente las corporaciones prebendarias, entre las que figuran muchos
nombres rutilantes de la escena mundial, y se multiplicaron los negocios
financieros, montados sobre la renta de esas corporaciones. En la Argentina, este momento corresponde más
o menos al inaugurado con el golpe de 1966, una alianza de las élites locales
con los militares. Castigada por golpes y proscripciones, a la política
tradicional todavía le resultaba difícil asimilarse.
Pero todo este proceso sufrió una nueva vuelta de tuerca,
que conduce al punto donde nos encontramos hoy. Las élites nacionales también
atravesaban por transformaciones, de otro orden pero en algún punto similares a
las sufridas por la clase política. Desde mediados de los sesenta daban señales
de incomodidad con las estructuras en las que se insertaban, incluido el
sistema democrático y republicano donde se tomaban las decisiones que afectaban
sus intereses, y a encontrar más puntos en común, y más comodidad, en el trato
con las élites de los demás países.
Conscientes de que su propio poder era superior al poder
de los estados nacionales, comenzaron a imaginar entre todas ellas un mundo
unificado, sin fronteras ni diferencias, configurado a su gusto, donde las
leyes fueran iguales en todas partes, donde la gente comprara las mismas cosas
en todas partes, donde el dinero pudiera fluir de un lado a otro sin
inconvenientes. Decididos a llevar su sueño a la práctica, empezaron a influir
sobre las clases políticas nacionales que se les habían asimilado para que
orientaran sus decisiones por el camino de la globalización.
De este modo, la representación democrática sufrió un
doble extrañamiento: primero se alejó de sus bases populares para confundirse
con las élites nacionales, y después, incorporada a éstas, se alejó de sus
bases nacionales para adoptar una agenda globalista y supranacional. En la
Argentina, esta vuelta de tuerca se inició con el golpe militar de 1976, bajo
una intensa influencia de la élite globalizadora estadounidense, a la que desde
1983 se sumó la europea, cuyo ropaje progresista resulta más del agrado de sus
corresponsales locales.
El retorno de la democracia en la Argentina puso en
marcha entonces la profesionalización de la política y la asimilación de sus
dos grandes partidos a los designios de las élites supranacionales. Peronismo y
radicalismo, en sus reencarnaciones posteriores a la crisis del 2001, comparten
una misma agenda de garantismo judicial, ecologismo, multiculturalismo,
indigenismo, políticas de género, control de la natalidad, aborto, y distorsión
o borrado de los anclajes identitarios nacionales, desde la historia y las
tradiciones hasta la religión y la cultura. Esa agenda es ajena y contraria a
la tradición de esos partidos pero responde en un cien por ciento a las pretensiones
de las élites supranacionales, y en los hechos -lo vemos en estos días- coloca
el país a merced de esas élites.
El politólogo estadounidense Samuel P. Huntington analizó
el proceso de desnacionalización de las élites de su país y en un capítulo de
su libro ¿Quiénes somos? (2004), escribió: “Políticamente, los Estados Unidos
siguen siendo una democracia porque los funcionarios públicos clave son
designados mediante elecciones libres y limpias. En muchos aspectos, sin
embargo, se ha convertido en una democracia no representativa porque respecto
de las cuestiones cruciales —y especialmente las que tienen que ver con la
identidad nacional— sus dirigentes aprueban leyes e instrumentan políticas
contrarias a la opinión del pueblo norteamericano. Concomitantemente, el pueblo
norteamericano se ha vuelto cada vez más alienado de la política y del
gobierno.”
Lo que Huntington dice de los Estados Unidos vale con
escasas variaciones para todas las democracias occidentales, incluida la
argentina. Lo mismo puede decirse de las consecuencias: en 1970, cuenta
Huntington, había un 75% de congruencia entre la opinión pública y las
políticas gubernamentales; hacia 1993-94 esa relación se había reducido al 37%.
Donald Trump ganó las elecciones con la promesa de salvar esa brecha enorme
entre lo que el soberano quiere y sus representantes, los políticos
profesionales, hacen. Su triunfo, como el triunfo del Brexit en Gran Bretaña y
la derrota del aborto en la Argentina, parecieron anunciar un regreso del
público a la vida política de sus naciones, menos por virtud que por necesidad.
Como suele decirse, se necesitan dos para bailar un
tango. La política no habría podido aislarse de sus bases y convertirse en una
empresa de servicios al mejor postor si los ciudadanos no se hubieran
desentendido de ella, si no hubieran optado por dejarla en manos de los
políticos. Conviene examinar esa deserción con más detalle. (Continúa)
https://gauchomalo.com.ar/
***Santiago González