La entrada de los militares a la escena política altera los equilibrios del sistema. Su presencia por la vía de la seguridad pública ya no puede seguir invocándose como una situación provisional mientras el mundo de la política la defiende como la solución a la violencia. Las últimas reformas a la Guardia Nacional y ahora para la permanencia del Ejército en las calles hasta 2028 implican la capitulación de los gobiernos civiles al grito patriótico “con el narco o el Ejército”, en un callejón sin salida para el Estado mexicano.
¿Realmente no había otra opción para las autoridades
civiles?, como defiende el presidente López Obrador para redoblar la apuesta
por el Ejército como el camino para recuperar la paz. Incluso al costo de
recular en su compromiso de devolverlos a los cuarteles en 2024, tal cual había
pactado con la oposición en el Congreso para la aprobación de una GN con mando
civil en 2019. En el país, la militarización avanza desde hace 16 años por la
política de hechos consumados sin que ningún gobierno intentara reconocer ni
alterar esa realidad. El actual tampoco, al contrario, más que ninguno abre la
puerta a la reconfiguración del poder con un nuevo actor en una decisión de
incalculables consecuencias.
López Obrador lo justifica para evitar que se trunquen
los avances contra el crimen si la GN se corrompe como la Policía Federal y
caer al vacío si sale de las calles. El argumento lo respaldan gobernadores de
Morena y algunos de oposición, así como diputados del PRI alineados con la
postura oficial, pero sin explicar por qué esta solución tampoco ha dado
resultados. Menos aún sin debatir el costo de dejar otra vez en la cuneta a las
instituciones civiles que estaban llamadas a retomar sus responsabilidades
mejor preparadas. Otra vez fallaron. Los militares tendrían en sus manos más de
146,000 mdp en 2023, mientras el monto de seguridad pública se reducirá un
tercio.
El Ejército es hoy la institución más poderosa en el
país. Pero como señaló a los diputados el secretario Luis Cresencio Sandoval
para presionar su voto, lleva años exigiendo un marco que legalice su presencia
en la seguridad. Ahora van camino a regularizarse, aunque con una legalidad
frágil porque adscribir la GN a la Sedena choca con la Constitución y la Corte
deberá pronunciarse. También avanza en el Congreso otra reforma militar que a
su paso ha acabado por fragmentar a la oposición, que aún podría frenarse en el
Senado con la división en el PRI.
Ya se verá si Morena logra ahí la mayoría calificada para
sacarla adelante, pero desde ahora lo más trascedente es la apertura mostrada
por el Presidente para incorporarlos como un actor que ya se comporta como
representante político de pleno derecho. Al calor del debate, Sandoval ataca a
la oposición de sesgada si rechaza la militarización, como si formara parte del
nuevo libreto de la discusión de los asuntos públicos. Abona a la polarización.
Difícil que fuera de otra forma si las reformas los colocan en la primera fila
del juego de la sucesión y su presencia transexenal comprometería al próximo
gobierno.
El choque sobre la militarización, como expresa el grito
“con el narco o el Ejército” del líder priista en el Congreso, Rubén Moreira,
tiene hondas repercusiones en la relación con las FA. Desde 1946 dejaron de ser
un factor determinante de la política, aunque conservaron autonomía y fueros
aun con la democratización. La “guerra contra el narco” de Calderón les abrió
una puerta para reposicionarse frente a autoridades civiles incapaces de
modernizar las policías y los tribunales ni atacar la corrupción o controlar el
crimen. Además, con el actual gobierno han tomado el control operativo de una
veintena de funciones estatales estratégicas: aduanas, operación de programas
sociales, infraestructura civil y de los proyectos emblemáticos del sexenio
como el aeropuerto, Dos Bocas o el Tren Maya. Tienen el mayor monto de recursos
de su historia.
Lo que vemos es otro paso más de la capitulación
silenciosa de los gobiernos civiles, para los que parece que ha resultado más
fácil echar mano del Ejército que cumplir con sus responsabilidades, aunque eso
implique tener que compartir el poder político.