Yuri Felshtinsky disecciona en 'Del terror rojo al Estado mafioso' cómo el servicio secreto consiguió sobrevivir a la caída del comunismo y colocar a sus agentes en los puestos clave del país. "La democracia nunca tuvo posibilidades", dice.
Dicen en Rusia que no existen los ex agentes del KGB.
Yuri Felshtinsky disecciona el cadáver de la URSS en su libro y descubre que el
KGB fue un virus que supo esperar para colonizar no sólo los órganos vitales,
sino el cerebro de la nueva reencarnación, capitalista y se supone que
democrática, de ese nuevo país que nació agitadamente en los noventa y que se
llama Federación de Rusia.
Del terror rojo al Estado mafioso: Los servicios
especiales de Rusia y su lucha por la dominación mundial, publicado por Deusto,
supone uno de los intentos más ambiciosos de explicar el actual «régimen
cleptocrático» construido en torno a la figura de Putin.
Sin los autodenominados chequistas, que celebran con
pompa su día en el cuartel general de Lubianka cada 20 de diciembre, no se
puede entender cómo un país que fue socio de la Unión Europea «ha pasado a ser
un adversario estratégico de la OTAN y el mayor obstáculo para la paz en
Europa». El libro está escrito junto a Vladimir Popov y traducido por Jorge
Ferrer.
Vladimir Putin no es más que un representante de ese
sistema cerrado y soldado con desconfianza en el que labró como joven homo
sovieticus toda su carrera: como miembro del KGB desde 1975, un organismo vivo
dentro del cuerpo de la URSS que en realidad siempre rivalizó con el partido
único, el Partido Comunista, que ejercía el papel de sistema inmunológico.
«El KGB quería deshacerse de este control político. Hubo
varios intentos de librarse de ese control», explica Felshtinsky. «Lo más cerca
que estuvieron fue con [Yuri] Andropov, fue el primer jefe del KGB que llegó a
líder de la URSS. Pero Andropov murió», En la misma década, el KGB «intentó
derribar a Gorbachov mediante un golpe de estado. Pareció que fracasaron, pero
fue el Partido Comunista quien fue la víctima», pues acabó ilegalizado. «El
resultado fue que en agosto de 1991 el KGB se libró del control político hasta
1999, aunque no tenía un poder real». Eso llegaría con Putin.
«Una de las razones por las que Boris Yeltsin falló a la
hora de lograr una sociedad democrática fue que en su momento el Partido
Comunista se disolvió pero el KGB no». En 1999, en el otoño de su presidencia,
viejo, achispado y debilitado por la corrupción de la Familia, Yeltsin ya
estaba rodeado de agentes. Uno de ellos, Valentin Yumashev, jefe de la
Administración presidencial, estaba casado con su hija, así que siempre que
tuvo a dos agentes del KGB muy cerca. «Cuando empezó a pensar en el siguiente
presidente de Rusia eligió entre tres candidatos: todos ellos venían del KGB».
«Como en los buenos tiempos soviéticos, se siguió
inundando de agentes de la seguridad del Estado el sector civil». El FSB, nuevo
caparazón del KGB, podía infiltrar a sus hombres en los organismos que se le
antojaran, «y éstos estaban obligados a aceptarlos y pagarles un salario». Así
la seguridad del estado «creó un sistema mafioso de control sobre el sector
estatal y privado, un sistema ilegal y contrario a los intereses económicos del
país». El plan: extraer dinero de las estructuras «para alimentar al FSB».
Putin nunca fue un infiltrado en el extranjero. Pero sí
en casa. Pasó a la llamada «reserva activa» en la primavera de 1990, unos meses
después de volver de la amigable República Federal Alemana, donde los agentes
operaban de una manera tan abierta que hasta tenían su bloque en una
urbanización. Todavía añorando la cerveza germana, recaló en la universidad de
Leningrado, donde había mucho que vigilar. Y después lo adosaron al académico
Anatoli Sobchak, que ya entonces era un líder democrático en alza. Dieron en el
clavo. En junio de 1991 Sobchak se convirtió en alcalde de Leningrado. Putin
pasó a ser vicealcalde.
Sobchak perdió las elecciones en 1996. El FSB concluyó
que dejar a Putin junto al derrotado liberal carecía de sentido, de modo que
había que buscarle algún destino nuevo. En junio de 1996 Putin aterrizó en
Moscú para trabajar para el Kremlin. En dos años ocuparía el cargo de segundo
jefe de la Administración del presidente de Rusia. No era ni mucho menos el
primer operativo del viejo KGB que irrumpía en palacio. Cuando Putin llegó,
Yeltsin ya estaba rodeado: «Los generales del KGB/FSB no paraban de colarse en
el Kremlin», cuenta el autor.
El libro hace un repaso sobre cómo los servicios de
seguridad fueron lo único inmutable en un país que cambió de bandera y de
sistemas político y económico. Formados en 1917 bajo las siglas VChK,
sobrevivieron bajo los distintos gobiernos y siglas y pasaron a formar parte de
la estructura misma del Estado ruso.
Ya sin el peso de la URSS, los servicios de seguridad
rusos aprovecharon los noventa para poner los cimientos de su reino. En 1998,
el año en el que Putin se convirtió en jefe del servicio de seguridad FSB, la
Seguridad del Estado dio un gran salto hacia a la toma del poder: Primakov,
exdirector del SVR, el Servicio de inteligencia exterior, fue nombrado primer
ministro: «Hay pruebas suficientes que acreditan que la llegada de Putin al
poder fue planeada en una cascada de manipulaciones de las leyes rusas».
En realidad su llegada al poder no fue sino el punto
álgido de la historia de los servicios especiales soviéticos. Cuando Yelstin le
nombró primer ministro y le señaló como candidato a sucederle en las elecciones
presidenciales de 2000 había dos bandos luchando por el trono. Uno, con el
espía Primakov, contra el presidente y su familia de aprovechados. Y otro con
el chequista Putin. La suerte estaba echada. En cualquier caso «el poder
acabaría en manos de la Seguridad del Estado». Había prosperado «la infiltración
en un organismo enemigo, porque para el FSB eso y no otra cosa eran el país
entero y los millones de personas que lo habitaban», según Yuri Felshtinsky.
Por eso el año 1991 marca el momento en el que el Partido
Comunista de la Unión Soviética, que ejercía el control político de los
servicios de seguridad, cedió y finalmente renunció al poder, dejándolo en
manos del KGB. En los últimos años de la URSS y con Mijaíl Gorbachov
gobernando, los altos funcionarios del Estado relacionados con los servicios
secretos alcanzaban sólo el 3% del total. Ese número creció hasta algo más del
30% en los años de gobierno de Yeltsin. Al marcharse Yeltsin, este porcentaje
alcanzó el 50%, y en los años siguientes subió al 70% o al 80%. Incluso crearon
centros de formación para enseñar a los agentes a ser políticos de éxito.
En esta maraña de conspiraciones está parte de la
respuesta de la gran pregunta de por qué los liberales nunca tuvieron su
oportunidad en Rusia. «Para empezar, no eran muchos. En Checoslovaquia, el
primer presidente era un disidente y proocidental. El primer presidente de
Rusia era Yeltsin, un tipo de la nomenclatura al fin y al cabo», responde
Felshtinsky. «Había gente liberal alrededor, demócratas. Pero había más gente
trabajando para los servicios de inteligencia. Hablo de infiltrados de los
servicios secretos».
El autor cree que «Putin, construyó a su alrededor un
nuevo Estado gobernado por una junta mafiosa que operaba al margen de la ley y
según el principio de lealtad personal absoluta al presidente». Con su llegada
al Kremlin los nombramientos de agentes de inteligencia «se hacían ya a cara
descubierta». Y la Duma, la cámara baja del Parlamento ruso, «fue infectada
desde el principio».
¿Dónde estamos ahora? En la segunda fase de la
implantación del Estado mafioso: el expansionismo. Con la invasión de Crimea en
2014, Putin consolidó el nuevo nacionalismo bajo el principio de que, para
proteger los intereses de un difuso «mundo ruso» había que anexionarse las
tierras vecinas pertenecientes al antiguo Imperio y a la URSS. Todo ello
imponiendo un modelo centralizado dentro y fuera.
«Hubo muchos problemas con Yeltsin. Es cuestionable que
fuese un demócrata. Pero Yeltsin dio libertad de prensa. Nunca cerró un
periódico. Sabía que la URSS colapsó porque no puedes gobernar un país desde un
centro». Nada más llegar al poder, Putin deshizo ese camino. Creó nuevas
divisiones territoriales en el país y envió a sus delegados al frente de ellas,
casi todos chequistas. Así formó un amortiguador entre los gobernadores y él.
«Rusia se convirtió de nuevo en el país de una ciudad: Moscú». A los
gobernadores «no les gustó, pasaron a ser irrelevantes». Hoy están
informalmente supeditados a él.
La conclusión es que sí, hubo unos cuantos liberales pero
el KGB tenia demasiado poder, «por eso no se les pudo juzgar». «La democracia
nunca tuvo posibilidades». Así ha cuajado el proyecto de reunificación de todos
los rusoparlantes dentro de las fronteras de un único Estado que explica la
actual guerra de Ucrania. Al tomar el poder Putin restauró el himno soviético.
«Pero ahora sabemos que no fue una cosa menor». Así es como estaba soñando con
volver a lo viejo». Cree el autor que «ésta es la última guerra, quieren
combinar todo, unir a el pueblo ruso». Por eso «han creado esta leyenda de que
Rusia ha de existir en forma de imperio, y que no puede existir en forma que
sea un imperio».
***Del terror rojo al estado mafioso (Ed. Deusto), de
Yuri Felshtinsky y Vladmir Popov, está ya a la venta.