Las revueltas populares que sacuden el norte de África dejan en evidencia la miseria colonial de Occidente. Somos tan caballeros, que nadie había caído en la cuenta de que hemos educado hasta a los vástagos de Gadafi.
Uno de ellos, licenciado de la London School of Economics, templo del capitalismo académico e incubadora de premios Nobel. Otro, cursaba hasta anteayer un máster en Administración de Empresas en otro centro de élite, madrileño por más señas. Ironías de la vida.
Muchos europeos que lucen canas o calvas rotundas creyeron a pie juntillas la retórica panarabista de los años sesenta. Los vecinos del sur clamaban por su independencia y aquí, siempre ávidos de causas de antemano perdidas, aplaudíamos la verborrea de cualquier coronel nativo formado militarmente en el Reino Unido.
Y si padecían desvaríos soviéticos, mejor. Había que acabar con las monarquías títeres, británicas por supuesto, y alinearse con los no alineados de Tito, pero también de Naser. Eran otros tiempos.
Justificábamos las excentricidades de nuestros beduinos progres, pese a que pretendieran entrar en Belgrado a lomos de un corcel, se trasladaran con camellos aerotransportados para beber leche fresca o fueran capaces de plantar sus jaimas en un jardín celestial regado por el mismísimo san Pedro. El tiempo pone a cada uno en su sitio. Y los guías de revoluciones imposibles se muestran como los autócratas que siempre fueron.
Como cuando hacían desfilar a un regimiento de hombres rana con traje negro de buzo y, lo que es peor, calzando aletas de reglamento. Aquella delirante incomodidad para marcar el paso nos debía haber alertado, hace décadas, sobre el fatal desenlace actual. Aprendamos la lección y observemos con atención a las dinastías del Golfo, otro invento del universo colonial europeo.