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24/07/2006 | Democracia y elecciones

David Ibarra

Los sistemas democráticos y sus instituciones no son idénticos en todo tiempo y lugar; difieren de una sociedad a otra como reflejo de las historias diversas de las relaciones de poder y del resultado de las luchas para ensanchar igualdad y libertades.

 

En sentido amplio, la cultura democrática resume en cada caso el largo trayecto de la emancipación ciudadana de la arbitrariedad de los poderes constituidos y de la falta de resguardos colectivos que cobijen y protejan a todos.

Por eso, es erróneo constreñir el concepto y los alcances de la democracia a elecciones transparentes, alternancia política y juego de partidos. En México esos avances, sin duda esenciales, ya se han dado. Y, sin embargo, como manifiesta la terca realidad, no bastan para despejar preocupaciones sobre la desigualdad y el desamparo reinantes, o sobre equidad y limpieza del conjunto del proceso electoral.

Generalizando, cabría afirmar que el progreso democrático usualmente es discontinuo por cuanto entraña arrancar concesiones de los poderes dominantes en favor de los grupos excluidos, casi siempre los mayoritarios. Las élites aceptan los avances democratizantes ante los males mayores que les significarían la rebelión, la turbulencia o la descomposición social. De su lado, los ciudadanos convienen en normas legales, creación de instituciones o procedimientos electorales que preservan parcelas de privilegios a las élites al satisfacerse algunas de sus demandas prioritarias. Esas oposiciones y arreglos son el meollo dinámico, innovador, de la vida evolutiva de las sociedades.

Impulsados por la fuerza irresistible del nuevo orden internacional y de las demandas de participación política efectiva de más y más grupos internos, se aceptó en México avanzar en la modernización del sistema político, al precio de la inmolación casi total del viejo priísmo. A cambio de ello, se convino en transferir poder en gran escala del Estado al mercado, privatizar las empresas públicas y hacer de los mercados abiertos el mecanismo regulador por excelencia de la vida socioeconómica del país. Las élites mexicanas debieron aceptar el acomodo democrático frente a la crisis de los años 80 y la inefectividad gubernamental de hacer convivir la prosperidad interna con las demandas de la globalización, aferrándose desde entonces a las esperanzas puestas en las promesas del neoliberalismo.

El reajuste político-económico no rindió casi ninguno de los resultados sociales esperados: no se alcanzó eficiencia ni competitividad, ni prosperidad para todos. El PRI no se transforma, se desmorona; la economía sufre una especie de parálisis, la concentración del ingreso y la pobreza arrojan números alarmantes, la marginalidad abarca al 40-50% de la fuerza de trabajo e impulsa a la emigración masiva de mexicanos. Todos estos hechos se traducen en una demanda ciudadana insoslayable: participación democrática, voz en las decisiones determinantes de la vida económica y social del grueso de la población.

La sociedad no ha sido dividida por las exageraciones de campaña de uno u otro candidato, ya estaba profundamente escindida y sigue escindiéndose ante la incapacidad de las políticas públicas o las resistencias de las élites a beneficiar a los excluidos; acciones que a la postre asegurarían no sólo la paz social, sino la renovación del proceso de desarrollo, todavía altamente dependiente del mercado interno.

La visión dominante sigue siendo cortoplacista, apegada a privilegios estáticos insostenibles y opuesta a impulsar el segundo jalón democrático del país. Se quiere que la carga del ajuste económico gravite sobre la gran masa de la población. Se impone como objetivo social la estabilidad de precios, con notorio descuido de empleo y crecimiento. Se plantea flexibilizar las normas laborales, facilitando despidos y erosionando los derechos de los trabajadores. Se busca una reforma fiscal liberadora de las penurias presupuestarias, desgravando los impuestos directos y acentuando los regresivos. Por último, en favor del candidato de la derecha se desató una campaña espléndidamente financiada, no dirigida tanto a explicitar las propuestas como a descalificar brutalmente a los adversarios, a crear temor ciudadano a sus personas y a sus posibles acciones. Así se configuró el juego electoral en el que participaron todos los actores principales en demérito del contenido y de la limpieza de la justa política.

Analista político

El Universal (Mexico)

 


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