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05/01/2008 | México - Guerra sucia, ¿historias inconexas?

Erubiel Tirado

En términos estrictamente formales, a decir de analistas e historiadores, México se distingue de varios países del hemisferio porque en su trayectoria como Estado moderno, particularmente luego de la Segunda Guerra Mundial, no experimentó periodos dictatoriales ni golpes de Estado

 

En la versión oficial esta circunstancia alimentó la coartada seudodemocrática del régimen priista para regodearse en la sui géneris estabilidad política mexicana y establecer, a su manera, una comparación que ahora se antoja mezquina y engañosa: que no hubo guerra sucia tal como se observó en el Cono Sur primero y en Centroamérica después, entendida como acciones del gobierno a fin de neutralizar y exterminar críticos y opositores, siempre al margen de la ley. Sin embargo, como fardo pesado y a veces inútil, aparecen ante nuestros ojos recuerdos desgajados sobre una época oscura del pasado reciente mexicano.

Durante muchos años, en la hegemonía autoritaria del priismo, el discurso oficial borró de la conciencia burocrática la realidad con la que se enfrentaron fuerzas de violencia ciega, dispar e incontrolada. Los protagonistas fueron, por un lado, una militancia de izquierda radicalizada a golpes de impotencia y de frustraciones políticas ante un régimen autista que sólo era capaz de escuchar sus propias alabanzas y reaccionar con la represión ante sus propias paranoias, como lo hizo en 1968. Por otro, se encontraban los operarios gubernamentales que en los años setenta se asumieron como guardianes de lo que entendían entonces como seguridad nacional.

El Estado mexicano alimentó sus propios fantasmas con base en la exageración de los halcones del régimen, militares y civiles, que de ese modo accedían a un ámbito de influencia y poder que sólo en un contexto de guerra puede tenerse. De este modo, el gobierno optó por la ilegalidad, con el mismo parámetro de los escuadrones de la muerte de otras latitudes del hemisferio, conjuntó fuerzas militares y policiacas de diversas organizaciones para crear un grupo paramilitar, que en el imaginario periodístico y de algunos iniciados fue conocido como la Brigada Blanca, cuyo objetivo era bastante simple como aterrador, exterminar la guerrilla urbana a cualquier costo y por cualquier medio.

No había mucho de inteligencia como herramienta de investigación, salvo la intuición necesaria para sobrevivir en el salvajismo institucional que el propio régimen permitía bajo el consejo y la supervisión de Estados Unidos: combatir actividades ilegales y delictivas desde la ilegalidad garantizando acción impune a los defensores del régimen. Los testimonios que de ese lado trascienden (Excélsior, 16 de diciembre de 2007) sólo muestran una fuerte noción autoritaria y represiva que suele justificarse a ultranza con el argumento de la respuesta necesaria para preservar a las instituciones de una organización, la Liga Comunista 23 de Septiembre, cuya presencia en dos terceras partes del país con células desarticuladas y con elementos no siempre bien entrenados y formados militar e ideológicamente que, con mucho, no podía representar una amenaza real a la viabilidad del propio Estado mexicano.

Esta organización guerrillera, cuyas actividades se concentraron predominantemente en zonas urbanas, fue también recipiendiaria de una tradición violenta, esquemática de una izquierda revolucionaria alejada de la realidad que pretendía transformar y que la llevó también a cometer excesos y errores aun en contra de sus propios militantes. Esta es parte de las historias que por ahora se rescatan con un valor periodístico o aun literario. Los pocos trabajos analíticos o descriptivos sobre estos episodios, dicen muy poco sobre las zonas grises o negras de cada bando, siempre bajo el argumento de que se estaría dando la razón al adversario.

La verdad queda como una asignatura pendiente de los historiadores y en el camino quedan los ejercicios burlescos de fiscalías o cazafantasmas de ocasión que por ahora sólo han servido para protagonizar meros ajustes de cuentas entre algunos sobrevivientes de esa no tan lejana guerra sucia.

En la tradición mexicana de ocultar la verdad, con todo y gobiernos de alternancia y reglamentación del derecho a la información, parece que estamos condenados a seguir viendo nuestros peores reflejos históricos por retazos deformes y a veces inconexos. Peor aún, la condena se extiende al riesgo mismo de repetir errores y experiencias similares, sin haber aprendido la lección de que un Estado que recurre a la ilegalidad o a la seudolegalidad para responder con violencia extrema bajo la coartada de la autoconservación, está negando sus orígenes civilizatorios.

Los gobiernos de la alternancia están dejando sobrevivir una de las peores costumbres autoritarias del Estado mexicano, tanto la de institucionalizar respuestas represivas contra la delincuencia al margen de cualquier garantía procesal, como la de ocultar las verdades, reservando información, sobre su ahora particular guerra que amenaza seriamente con empañar su legitimidad.

Excelsior (Mexico)

 


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