Megabandera por megapresupuesto militar, parece ser el epígrafe de la batalla por los recursos públicos que ahora emprende el titular de la Secretaría de la Defensa Nacional con los legisladores.

Reviviendo usos y costumbres del pasado autoritario priista, cuando los secretarios de Defensa y Marina no comparecían ante los representantes populares sino que “invitaban” a éstos a visitarlos en su despacho castrense. El titular del Ejército despliega un activismo inédito al negociar abiertamente su propio presupuesto. Al desayuno con la Comisión de Defensa de la Cámara de Diputados (5 de octubre), siguió la pompa de una ceremonia militar en San Lázaro (8 de octubre) para izar una bandera nacional donada por el Ejército a los diputados.

En ambas ocasiones, el secretario de la Defensa planteó un panorama desolador sobre la pobreza presupuestal en que los efectivos castrenses realizan sus misiones y el grave riesgo que enfrentamos como país si no se autoriza un presupuesto mayor al que la propia Sedena propuso en meses pasados y que el Ejecutivo hizo llegar al Congreso.

Con esta actitud de cabildeo, el Ejército pone en entredicho las definiciones constitucionales de subordinación al poder civil, retomando un patrón incluso de comportamiento deliberante que poco corresponde a los cánones de la institucionalidad democrática con la que pretendemos identificarnos. El escenario que pinta la institución armada es una verdad a medias o una media mentira, como se le quiera ver, que no resiste del todo un análisis lógico ni presupuestal de su diseño estructural y su desempeño, cuando menos de las últimas tres décadas, tanto en sus misiones connaturales como en las atípicas.

Es cierto que el comportamiento presupuestal de las Fuerzas Armadas es bajo en términos históricos y comparados respecto de otros países del hemisferio, como también lo es el hecho de que una proporción considerable del presupuesto anual se destina a los salarios, en menor medida al mantenimiento de la capacidad operativa militar propiamente dicha y que es mucho menor la inversión o renovación sustancial de equipo y armamento.

Sin embargo, en la descripción del secretario de la Defensa nada se dice de un esquema subrogatorio de recursos por el cual los sectores castrenses han satisfecho de manera focalizada sus necesidades de “modernización” (entendida bajo limitados supuestos de acceso a recursos para comprar armamento y equipo). Se trata de un complejo entramado de participación conjunta con otros entes estatales donde se destinan recursos que no tienen el color verde olivo pero sí con un impacto presupuestal alejado de los esquemas de fiscalización y control por parte del Congreso.

El Sistema Nacional de Seguridad Pública, con su gasto de 300 mil millones de pesos en diez años y la lucha antinarco, es el mejor ejemplo de esta situación. Bajo este esquema también deben considerarse los recursos de los programas de entrenamiento y de ayuda provenientes del exterior. Un ejemplo relacionado con Estados Unidos, México está entre los 15 países a nivel mundial que reciben de su parte más ayuda militar y policial, y en cuarto sitio en el hemisferio, luego de Colombia, Perú y Bolivia.

Hay un conjunto de argumentos estructurales que deben llamar la atención a los legisladores y a la clase política civil antes de mostrarse solícitos a ceder ante las pretensiones castrenses y antes de aceptar de modo irreflexivo la demanda por mayores recursos que, por ejemplo, ya le niegan a las universidades públicas del país. En primer lugar, debe existir una revisión cuidadosa e integral sobre el costo de las misiones militares y su racionalidad en términos de la definición estratégica que se hace para la defensa de la nación.

La eficiencia del gasto militar se analiza desde la perspectiva de la oferta que, en este caso, se refiere al diseño propio de las Fuerzas Armadas: es aquí donde se pueden identificar pautas de ineficiencia que se estructuran en torno de una función de producción, p.ej., los costos laborales (salarios militares y pensiones) no deberían sobrepasar 60% del gasto militar (¡¡¡en México rebasan 90%!!!).

Otra causa de ineficiencia es la estructura piramidal de los mandos: muchos generales, coroneles y tenientes coroneles contra pocos oficiales y suboficiales jóvenes. En México tenemos 523 generales, lo que nos ubica “a la par” de ejércitos como el de Estados Unidos, China y Rusia. Por definición, la guerra es una profesión para jóvenes principalmente y debemos destacar que en países como el Reino Unido y Estados Unidos, sus coroneles y tenientes coroneles representan 19% y 16.5% del total de los oficiales de cada nación respectivamente.

Bajo esta perspectiva, es claro que el diseño institucional de las Fuerzas Armadas con respecto de sus costos, viene a ser un plan de bienestar para un sector específico de los uniformados pero muy ineficiente para el gasto de defensa propiamente dicho. La pregunta es si los legisladores y nuestros gobernantes están dispuestos a analizar y corregir esta situación o harán como en el pasado, sólo extender un cheque en blanco a la espera inútil de que los recursos se reproduzcan al infinito… como los errores e ignorancia que seguimos arrastrando.

En México tenemos 523 generales, lo que nos ubica “a la par” de ejércitos como el de Estados Unidos, China y Rusia.