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08/11/2009 | Argentina - ¿Cuál es el modelo K?

Maximiliano Montenegro

Tras seis años de crecimiento a tasas chinas, el 30% de la población vive en la pobreza y el 10% es indigente. Son tasas aún superiores al promedio de la década menemista. La desocupación se redujo a la mitad, pero casi 40% de los ocupados están en negro. Puestos de trabajos precarios, bajas remuneraciones y un proceso inflacionario que licua el poder adquisitivo salarial explican la nueva fisonomía de la pobreza, que en los noventa se asociaba principalmente con el desempleo.

 

Tras la dictadura, la crisis actuó como el gran “disciplinador social” y “moderador de expectativas”. Década tras década, la sociedad y la dirigencia política toleraron –y naturalizaron– mayores niveles de pobreza e inequidad debido al impacto provocado por las sucesivas hecatombes en la memoria colectiva.

Antes de la hiperinflación, era impensado que la Argentina soportara la marginación social de la década menemista. Sin embargo, durante gran parte de su mandato, Menem ganó elecciones gracias a las mejoras de los indicadores sociales frente a los picos de miseria de las híper del 89/90. Los avances sociales que exalta el matrimonio K son notorios frente a los índices de la megacrisis de 2002. Pero ni siquiera en los años dorados de expansión de la era kirchnerista se logró bajar del nuevo piso de desigualdad y pobreza cimentado en la década del noventa.

El anuncio oficial de extender una asignación por hijo de $ 180 a los desocupados y a los trabajadores en negro es un paso trascendente porque reconoce por primera vez la magnitud de la emergencia social: el 47% de los menores es pobre.

Aceptar esa realidad social implica admitir también que en los últimos años fracasó una nueva versión de la Teoría del Derrame. La apuesta de que el crecimiento y el dinamismo del mercado de trabajo por sí solos resolverían la incesante tendencia de exclusión social iniciada con la dictadura. Es un cambio drástico.

Modelos I. El consenso de toda la dirigencia política –oficialismo y oposición– alrededor de la necesidad de extender una nueva red de protección social es bienvenido.

Pero, a la luz de sus resultados, ya es hora también de revisar el rumbo del llamado “modelo productivo”.

(Es obvio que para los que creen que la pobreza es de sólo el 13% y la indigencia ronda los niveles previos a la dictadura, como informa el INDEC, no hay nada que rever. El “modelo” fue un éxito. Quebró la nefasta tendencia de degradación social. Y sólo resta esperar a que la recuperación, evidenciada en los últimos meses, se consolide para que la pobreza retroceda a los niveles de los primeros años de la década del setenta.)

¿Cuál fue el “modelo productivo” de la era K? ¿El modelo de tipo de cambio alto –que estabilizó Lavagna– con superávit comercial y fiscal?

Ése es un marco de estabilidad macroeconómica que, felizmente, hoy apoya, salvo algún noventista irredimible, casi todo el espectro de economistas. Y también la gran mayoría de la dirigencia política que, con honrosas excepciones, en los noventa se aferró a la convertibilidad.

¿Cuál fue el gran instrumento de la redistribución de ingresos? ¿Las retenciones?

Como explica Aldo Ferrer, tipo de cambio alto con retenciones es la fórmula elemental de equilibrio macro en un modelo de dos sectores (uno muy competitivo, el agro; y otro no tanto, la industria), al garantizar simultáneamente superávit fiscal y superávit comercial. Citando a Ferrer, es el instrumento clave para escapar a la llamada “enfermedad holandesa”. Con el superávit fiscal que arriman las retenciones, el Tesoro compra buena parte de las divisas que ingresan al país gracias a la excepcional prosperidad del sector primario –en el caso argentino, por los altos precios de la soja–, apuntalando a su vez el superávit comercial. Sin la intervención estatal, la moneda local se apreciaría, lo cual llevaría a la quiebra a la industria, el sector que más empleo genera.

Gracias a ese esquema, entre 2003-2007, se mantuvo un dólar alto, con superávit gemelos, y al mismo tiempo se cancelaron, en total, unos u$s 20 mil millones de deuda al FMI, el Banco Mundial y el BID.

Aunque es un buen eslogan publicitario, ¿quién puede creer que las retenciones son “el instrumento” de la redistribución progresiva de ingresos? ¿Y si el precio de la soja cayera a menos de u$s 200? ¿Se terminaría el modelo redistributivo?

Aplicadas por primera vez en la Argentina durante la dictadura de Onganía, en los ochenta eran reclamadas por el FMI (justamente) para garantizar el pago de la deuda.

La redistribución de ingresos “primaria” se realiza siempre a través del mercado: el dólar alto motorizó un proceso de reindustrialización y sustitución de importaciones, creando mucho empleo. Pero la economía se concentró aún más. Y se consolidó un universo enorme de trabajadores precarios e informales.

En la redistribución “secundaria” interviene el Estado por dos caminos: vía impuestos directos y a través del gasto público.

Del lado de la estructura tributaria, las exenciones impositivas del kirchnerismo son un calco del esquema regresivo del menemismo. Como ya se dijo en esta columna, la Argentina preserva exenciones en el impuesto a las Ganancias, que no existen en Brasil, Chile, Colombia, México, Paraguay y Uruguay, ni –por su puesto– en los principales países desarrollados.

Del lado del gasto, es muy discutible su progresividad. Este año, se gastarán $ 35 mil millones (cinco veces el monto de todos los planes sociales que paga actualmente Nación) en subsidios, la mayor parte en energía, transporte y empresas agroalimenticias.

Recién después de seis años, el Gobierno admite que una tajada de los fondos se destina a abaratar la factura de energía de la clase media acomodada y la clase alta. En el caso del autotransporte, en tantos años nunca se logró instrumentar una tarjeta de descuento para subsidiar a los usuarios pobres; en cambio, Ricardo Jaime siempre repartió los subsidios a las empresas, contra la declaración juradas de las propias compañías. En el caso de trenes, el Estado paga todas las facturas, los privados administran y ya se conoce cómo viaja la gente. Los subsidios para las agroindustrias (este año alcanzarán el récord de $ 4.000 millones) podría cuestionarse desde lo conceptual, pero en la Rosada admiten “filtraciones” bastante más graves en la práctica.

Algunos funcionarios (no todos) destacan como una medida de redistribución de ingresos la estatización de las AFJP. Pero Amado Boudou la concibió desde un principio como una política esencial para la estabilidad macro. Y acertó. Sin esos recursos, el Estado hace rato se hubiera quedado sin combustible para sostener una política fiscal expansiva en medio de la recesión.

Si los fondos previsionales se destinan a financiar a una tasa preferencial a General Motors, o las compras a crédito de bienes durables de la clase media, la “progresividad” es sólo otro eslogan K.

En cuanto al financiamiento del subsidio de la niñez con fondos de ANSES, ya se dijo en esta columna: es difícil escindir la progresividad de un gasto de su fuente de recursos, máxime cuando aflora la tensión en la “redistribución” entre asalariados informales pobres y el 80% de jubilados pobres que cobran la mínima.

Modelos II. Pero retomemos la definición del “modelo productivo”. Y tratemos de responder por qué, más allá de las señales del dólar alto, la Argentina continúa con una estructura muy primaria de sus exportaciones; la concentración económica se profundizó; las multinacionales radicadas en el país no desarrollaron contratistas pymes con valor agregado local; la precarización laboral se extendió; las políticas de control de precios fracasaron, etcétera. En fin, por qué el “modelo productivo” todavía excluye a casi un tercio de la población.

Una primera interpretación. En las últimas décadas del capitalismo surgieron, con mayor o menor éxito, diversos modelos de desarrollo económico: el modelo del sudeste asiático, el escandinavo, el chino, el irlandés, el australiano, el canadiense.

Con mayor o menor intervención estatal, unos apostaron a los grandes conglomerados industriales, otros a las pymes. Unos abrieron más sus puertas al capital extranjero, otros lo acotaron e impulsaron empresas nacionales. Con mucha o poca corrupción (algunos estudios demuestran su impacto negativo sobre el crecimiento; otros, en cambio, dicen que “lubrica” los negocios).

Los modelos exitosos del sudeste asiático popularizaron el concepto de pick up the winner: el Estado traza un plan, evalúa cuáles son los sectores líderes, el tamaño de las empresas a promover, fija metas de valor agregado local, de generación de divisas, etcétera. E interviene sobre la base de esas pautas, privilegiando a sectores y compañías que encajaran en sus planes de desarrollo, definidos por parámetros muy precisos.
Hay para todos los gustos.

Sin embargo, lo verdaderamente innovador es el modelo “Kirchner-Moreno”. Un funcionario que elige “ganadores” y “perdedores”, a pura discrecionalidad, sin evaluaciones sectoriales, ni metas, ni premios, ni castigos conocidos de antemano. Sólo se proclama el deseo de defender el “modelo productivo de matriz diversificada”.

Ahora bien, ¿cuál es el criterio para abrir o cerrar las puertas a tal o cual empresario nacional a los sectores regulados por el Estado? ¿Cuál es el rol que se les asigna a las multinacionales en el modelo? ¿Qué exigencias deben cumplir para desarrollar proveedores locales? ¿Qué objetivo se persigue al fortalecer la concentración en mercados oligopólicos? ¿Cuáles son las metas de empleo, inversión y exportaciones requeridas?

Un ejemplo de los resultados del peculiar modelo K.

Según explica José Sbatella, ex titular de la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia, la política de precios llevada adelante por Guillermo Moreno se basó en una aceptación de que los grupos oligopólicos debían ser los socios del Gobierno en disciplinar al resto de los participantes. Se acordó con supermercados y frigoríficos extranjeros para disciplinar a ganaderos y frigoríficos más chicos; se negoció con el club de empresas lácteas para presionar a los tamberos; con las cerealeras para apretar a los molinos; etcétera. Sin reglas que indujeran a la competencia o la institucionalización de regulaciones que limitaran el poder de los grupos concentrados. A puro telefonazo, en realidad, se los fortaleció. Mientras, la política “antiinflacionaria” fracasó. (Continuará).

Crítica Digital (Argentina)

 


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