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11/02/2010 | Todo México se juega en Juárez

Mauricio Merino

Lo que nos faltaba: tras las nuevas tragedias de Ciudad Juárez, vino el desconcierto de las autoridades y una escalada inútil de declaraciones.

 

El gobernador de Chihuahua José Reyes Baeza quiso recuperar el liderazgo de la situación, proponiendo el demagógico traslado de los poderes estatales hacia la ciudad en crisis, mientras el gobierno federal sigue publicando planes para salir del paso y los partidos se culpan mutuamente de haber generado el desgobierno en el que estamos. Nuestros políticos están tan lejos de las circunstancias, que más bien parecen personajes de un guión escrito por los hermanos Marx.

Pero lo cierto es que la masacre de un puñado de muchachos en Ciudad Juárez no sólo ha causado una indignación nacional equivalente a la que despertó el asesinato de Fernando Martí, sino que también ha revelado la peligrosísima fragilidad en la que está el Estado mexicano. De entrada, se vino abajo el cómodo argumento que ya se había instalado como rutina gubernamental, según el cual todas las muertes violentas demostraban la derrota potencial del narcotráfico. Nos decían que la cosa era entre ellos: entre bandas enfrentadas, en busca del control del territorio abierto gracias a la captura sistemática de los capos principales.

La inercia de ese argumento fue tan fuerte, que llegó incluso a lastimar la memoria de los jóvenes asesinados y el honor de sus familias, quienes de repente se vieron involucradas —sin ninguna averiguación previa— como socios de los narcotraficantes. Y no fue sino hasta que se impuso la sensatez de la propia sociedad, que los gobernantes moderaron su lenguaje incriminatorio y, en lugar de acusaciones, ofrecieron pésames. Menos mal que no es indispensable apellidarse Martí para ser una víctima legítima de la violencia que vivimos.

En cambio, es inevitable (y aterrador) preguntarse cómo es posible ignorarlo todo, tras cada uno de los crímenes. A pesar de que las autoridades policiales casi siempre presentan individuos que dicen haber estado involucrados en los hechos, da la impresión de que las investigaciones se interrumpen exactamente después de que los presuntos criminales aparecen en la televisión. Como si bastara conseguir chivos expiatorios para serenar los ánimos del populacho, nada vuelve a saberse hasta el siguiente crimen y la presentación consiguiente de los presuntos inculpados. Así sucesivamente, sin olvidar que ha habido ocasiones —como la del caso Martí, por cierto—, en que las autoridades no se han puesto de acuerdo y han presentado a individuos diferentes acusados de haber cometido el mismo crimen.

No obstante, es imposible conocer a ciencia cierta el curso de las averiguaciones o reconstruir los medios y los argumentos que emplea la autoridad para salvaguardarnos, porque la PGR se ha negado sistemáticamente a revelar el contenido de esas averiguaciones, aun cuando éstas hayan concluido definitivamente. Por razones difíciles de conciliar en sana lógica, es posible ver en las pantallas de televisión a los acusados de haber cometido crímenes terribles, pero es imposible conocer el curso legal de las acusaciones en su contra.

Pero lo más grave es que la violencia desatada en Ciudad Juárez es una predicción de lo que puede suceder en todo el territorio. No conocemos las razones por las que el gobierno federal ya había decidido prescindir del Ejército y modificar sus estrategias de seguridad en esa ciudad de la frontera —y sospecho que no las sabremos nunca, porque revelar el contenido de la inteligencia en materia de seguridad sería tanto como ponerse en manos de los enemigos. Pero sí sabemos que vivir en México se está volviendo cada vez más peligroso, no tanto por las estadísticas que les gusta mostrar a nuestros gobernantes —regateando el número de asesinatos con violencia para persuadirnos de su éxito—, cuanto por el tamaño de la impunidad, que corresponde a la medida exacta del fracaso del Estado. Si a pesar de todo es imposible detener la brutalidad que está azotando a Juárez, pronto tampoco se podrá impedir en el resto del país.

Los políticos profesionales tendrían que estar muy preocupados por ese fracaso indiscutible de su objetivo principal y tendrían que estar unidos para restaurar la ley en Juárez. Ya no sólo como una cuestión de imagen o de votos, sino de la más elemental sobrevivencia. Si el Estado mexicano se vuelve incapaz de frenar la violencia y la impunidad que se están colando por todas las rendijas del país, acabará siendo imposible gobernar. Podrán decirse mil discursos, pero la ingobernabilidad seguirá consistiendo en la impotencia del Estado para hacer cumplir la ley. Exactamente como está ocurriendo ahora en Juárez.

**Profesor investigador del CIDE

El Universal (Mexico)

 


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