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25/11/2006 | México- La guerra política en curso

Mauricio Merino

No es necesario esperar hasta el próximo viernes 1 de diciembre para asistir al nuevo espectáculo. Bastan las amenazas que se han cruzado y el despliegue de la fuerza pública en el Palacio Legislativo para advertir el tamaño del conflicto siguiente.

 

Muy lejos de las promesas que había formulado, la democracia mexicana está atravesando por una crisis. Y no parece haber soluciones factibles de corto plazo.

El riesgo más acusado de la política es que en ella casi todo depende de las voluntades humanas. Se trata de una difícil combinación entre las circunstancias, las ambiciones y la capacidad de los políticos para adaptarse al entorno. Pero si se mira con cuidado, se verá que son sus propias decisiones las que van tejiendo las redes en las que suelen caer atrapados. Aunque casi siempre preferirán culpar a sus enemigos (o a lo que sea), lo cierto es que son los propios políticos quienes siempre tienen a mano la solución a los problemas que ellos mismos han generado. ¿Pero cuál es la clave para que decidan abandonar la lógica del enfrentamiento y opten en cambio por la búsqueda de salidas capaces de devolverle dignidad y viabilidad a la democracia?

La respuesta canónica diría que es necesario esperar hasta el momento en que los costos del conflicto sean mucho mayores que la expectativa de ganar más poder mediante la derrota del adversario. Es la misma lógica que hay en la paz negociada: los contrarios jamás dejan de serlo, pero eventualmente prefieren fijar reglas para dejar de agredirse, cuando advierten que la guerra les costaría mucho más que un arreglo bien negociado.

Sin embargo, ninguno estaría dispuesto a rendirse sino hasta el momento justo en que resulte evidente que la continuación del conflicto sería mucho más cara que el pacto o la capitulación oportuna. Y por el contrario, optarían por seguir adelante mientras el enemigo haga lo mismo o mientras alberguen la esperanza de causarle un daño mayor, en busca de una negociación más favorable a la causa propia.

Con esa analogía descarnada, varios autores no sólo han visto a la democracia como la segunda mejor opción disponible para cualquier partido político (pues la primera sería gobernar solos), sino que han asumido que su consolidación no puede ocurrir sino hasta el momento en que los actores políticos asumen que el arreglo pactado les ofrece mayores ventajas que la disputa por otros medios.

Y también han señalado que cuando las reglas del juego se rompen no cabe más alternativa que esperar hasta que haya condiciones propicias para construir nuevos acuerdos. Es decir, hasta el agotamiento de alguno o de todos los adversarios.

Es triste que la vida política del país pueda frasearse, otra vez, de esta manera, La crisis que está viviendo la democracia mexicana habría podido evitarse si los actores que disputaron las elecciones del 2006 hubieran respetado las reglas, y sin duda habrían obtenido muchos más beneficios de haberse sujetado al arreglo democrático que estaba en vigor. De hecho, hubo varias oportunidades para evitar esta nueva ruptura. Pero ahora ya es mucho más difícil encontrar una salida que no pase por el cálculo frío de los costos, por la evaluación de las armas políticas que se han puesto en juego y por el análisis de los escenarios de guerra que ya están planteados.

La lógica del desgaste se ha impuesto por encima de cualquier otra vía de solución disponible y lo peor es que, sobre esa base, el nuevo escenario que ya está dibujado para la toma de protesta del presidente electo puede ser leído como un triunfo por ambos bandos: para los partidarios de López Obrador, cualquier obstáculo a Calderón, reprimido además por la fuerza pública (dentro o fuera del recinto legislativo) será visto como una victoria para su causa, mientras que para el presidente electo será una nueva oportunidad para mostrar la intransigencia de su principal adversario y sus seguidores.

Ambos podrían suponer que lo mejor que les puede ocurrir es incrementar los costos del otro, a la luz de los medios que cada uno tiene a su alcance: López Obrador impidiendo obstinadamente que el nuevo presidente gobierne en paz, y éste exhibiendo la violencia de aquél. ¿Hasta qué punto? Hasta el punto en que los costos acumulados resulten prácticamente impagables y sea indispensable volver a la ruta de los acuerdos.

Aunque los partidarios de uno y de otro bando opinan distinto, resulta difícil imaginar que alguno de los dos sea derrotado en definitiva. Obviamente, el más débil es López Obrador. Pero esa debilidad es al mismo tiempo su mejor arma: mientras sus partidarios lo sigan (aunque decrezcan), tiene poco más que perder. Podría mantenerse en la mecánica del boicot y en el desafío a las reglas del juego por todo el sexenio, aun perdiendo electores para las causas de su partido, hasta la exasperación que quiere provocar en el nuevo gobierno y que sería, en esa misma visión estratégica, su mayor triunfo.

No es una lógica democrática: López Obrador ya no está actuando bajo los principios de la democracia, que reclamarían un cálculo más sensato de los votos potenciales para la siguiente elección, sino que lo está haciendo en busca de la ruptura institucional. Su estrategia ya no consiste en arrebatarle votos al adversario sino en hacerle la vida imposible, hasta que resulte inevitable negociar su agenda de gobierno y su modo de llevarla a cabo. Es una forma de imponer, por la vía de los hechos, lo que no pudo obtener mediante los votos. Es reprobable sin duda. Pero así es.

Por su parte, es evidente que Felipe Calderón está apostando por el debilitamiento paulatino de esa amenaza, hasta convertirla en un tema que pueda gestionarse (sin resolverse) al menor costo posible. Guardadas las proporciones, es la misma estrategia que siguió en su momento el presidente Zedillo ante la intransigencia del EZLN: no pudo derrotarlos como intentó, pero logró gobernar sin ellos.

Encapsulados en una disputa que fue perdiendo visibilidad pública a lo largo de ese sexenio, los seguidores del EZLN se mantuvieron vigentes como un testimonio político e incluso moral, pero no lograron conmover al gobierno. El problema es que López Obrador tiene muchos más medios que el subcomandante Marcos, y el nuevo gobierno no tiene las mismas armas que las del presidente Zedillo.

Como sea, la disputa que tendrá un nuevo momento estelar el próximo viernes, promete ser el principio de una larga serie de pruebas de fuerza. Mientras la sociedad se mantenga como observadora más o menos pasiva del espectáculo y mientras los contendientes no rindan banderas, el juego de costos seguirá adelante y la democracia mexicana seguirá atrapada en el desencuentro. ¿Hay alguna esperanza de que no sea así? Tal vez. Pero la única variable que los políticos pueden controlar es su propia conducta y lo cierto es que, de momento, no hemos logrado conmoverlos para frenar esta guerra.

Profesor investigador del CIDE

El Universal (Mexico)

 


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