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24/12/2010 | Colombia: ¿Justicia independiente y autónoma?

Eduardo Mackenzie

Llama mucho la atención ver a un presidente de la Corte Suprema de Justicia cometiendo errores de constitucionalismo elemental. Cuando era presidente de ese importante organismo, el magistrado Augusto Ibáñez decía en sus frecuentes entrevistas que el poder judicial colombiano es “independiente y autónomo” (El Tiempo, Bogotá, 3 de mayo de 2009). Esa curiosa concepción de la justicia fue reiterada en estos días por el nuevo presidente de la CSJ, Jaime Arrubla Paucar, quien repitió, de manera idéntica, que la justicia es “independiente y autónoma” (El País, Cali, 6 de diciembre de 2010).

 

Sin embargo, la Constitución colombiana (artículo 228) no ve las cosas así. Ella dice que las decisiones de la justicia “son independientes”, no que son independientes y autónomas. En ningún momento nuestra Constitución pone esas dos nociones en pie de igualdad. Solo postula una: la independencia. El concepto de “autonomía”, nombrado en ese artículo, nada tiene que ver con las decisiones judiciales: tiene que ver con el funcionamiento del aparato administrativo, lo cual es diferente. El artículo 249, por ejemplo, le otorga a la Fiscalía General “autonomía administrativa”.

La justicia no puede ser “independiente y autónoma” pues  la Constitución exige, en su artículo 113, que las tres ramas del poder público colaboren “armónicamente” entre ellas “para la realización de sus fines.”

La teoría de que la justicia de un Estado de derecho puede ser, por el contrario, una especie de rueda suelta, que obra como un electrón libre, sin respetar las esferas de los otros poderes, es una perversión del derecho constitucional, muy en boga en los círculos de izquierda. Esa falsa idea, que impulsan entre nosotros, como queda visto, los dos magistrados citados,  debe ser combatida. Por esa vía es que se cae en el  gobierno de los jueces.  Es lo que Colombia está sufriendo en estos días.

Otras democracias niegan el cuento de la “autonomía” de la justicia. La Constitución francesa, por ejemplo, no dice jamás algo parecido. Por el contrario, dice esto: “El presidente de la Republica es garante de la independencia de la autoridad judicial” (art. 64). Es más, dice que el presidente de la República “vela por el respeto de la Constitución” y que  él  “garantiza, con su arbitraje, el funcionamiento regular de los poderes públicos así como la continuidad del Estado” (art. 5). Y reitera: “El gobierno determina y conduce la política de la Nación” (art. 20). Este último precepto, tan útil, está ausente de la desgastada Constitución colombiana de 1991.

La falsa idea de la “independencia y autonomía” de la justicia va de la mano de otra falsa idea: la de la igualdad milimétrica de los tres poderes.

Las decisiones judiciales deben ser, desde luego, independientes, pero el poder judicial también debe aplicar la política penal del poder ejecutivo pues  la justicia es una función pública que debe “colaborar armónicamente” con el poder ejecutivo y el poder legislativo. Ante ello no hay “autonomía” que valga. Su labor debe ser armonizada con la política penal del ejecutivo, es decir, con un poder elegido por los ciudadanos. Ese poder es elegido para que aplique un programa de gobierno determinado y no otro, para que proteja a la sociedad de  las formas dominantes de la criminalidad. Un cuerpo no elegido directamente por los ciudadanos no puede decidir esas cosas por sí mismo, ni de manera “autónoma”, ni imponer su visión penal a un gobierno elegido. Hay una clara preeminencia de dos poderes, sobre un tercero. Y la clave de ello es que esos dos poderes emanan del voto ciudadano. El otro, no.

Desde ese ángulo, uno puede comprender por qué el magistrado Augusto Ibáñez, precisamente quien invocaba siempre que podía lo de la “independencia y autonomía” de la justicia, fue quien llegó a desarrollar  la teoría lamentable de “la era de los jueces”, y a preconizar ese modelo como algo natural,  sin detenerse a pensar que con eso se apartaba conscientemente del espíritu y de la letra de la Constitucional colombiana vigente.

Lo peor de todo es que ahora su sucesor, el doctor Arrubla Paucar, en lugar de corregir el tiro, no sólo se muestra de acuerdo con esa desviación sino que aspira a imponerla y a profundizarla en la próxima reforma de la justicia. El dijo eso, en todo caso, en la citada entrevista que le concedió a  Andrea Barreto, de El País.  Allí dijo que “los principios que deben inspirar (la) reforma a la justicia deben ser precisamente que (…) sea independiente y autónoma” y que para lograr eso él y sus colegas están “trabajando arduamente”.

En efecto, cuando el magistrado Edgardo Villamil Portilla, de la sala civil de la CSJ, dice que “el enfermo es la democracia y nosotros los jueces somos sus cirujanos” y que todo intento de reforma de la justicia que pase por el Congreso sería como si “el enfermo pretende operar al cirujano” (El Tiempo, Bogotá, 29 de noviembre de 2010), él hace evidente que Arrubla no está solo y que el  imperialismo judicial y su desprecio por los poderes de elección popular  está imponiéndose en la cúspide de la CSJ.

Que yo sepa nadie ha puesto el grito en el cielo por esas declaraciones. La crisis de la justicia es inmensa en este momento en Colombia. Eso es cierto. Y la crítica de las manifestaciones más brutales de esa crisis debe hacerse, como la están haciendo algunos juristas y algunos periodistas. Sin embargo, no por eso se deben dejar pasar por alto los sutiles anuncios que están haciendo los que crearon ese caos, ni subvalorar la determinación que ellos tienen para llevar esos errores  al altar de las virtudes. Es hora de mirar con atención ese debate.

Hacer - Washington DC (Estados Unidos)

 


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