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27/11/2014 | El largo camino por recorrer de la minoría negra de EE.UU.

José María Carrascal

Casi cincuenta años después de la muerte de Luther King, la integración de la población afroamericana afecta solo a una minoría.

 

Cuando llegué a este país, abril de 1966, una de las cosas que más me chocó fue que cinco estados, del sur especialmente, aunque había alguno del medio oeste, consideraban todavía delito el matrimonio interracial, o sea, que los contrayentes iban a la cárcel. Ya no me sorprendió tanto cuando conocí Harlem, un gueto por el que era peligroso aventurarse incluso en coche, por lo que rogaba a los amigos llegados de España que no se les ocurriera hacer fotos, porque podían atizarnos un ladrillazo al grito de «¡No somos un zoo!».

La explosión de aquellos guetos en 1968, que tuve que cubrir, con los negros quemando sus propias casas como protesta de la exclusión a que se veían sometidos en todos los niveles —social, educativo, económico—, me obligó a profundizar en el tema, encontrándome con una realidad que poco tenía que ver con la idea que teníamos en Europa de unos Estados Unidos poderosos, ricos y liberadores.

Resultaba que si Harlem se había convertido en un gueto era debido a que se fueron a vivir allí los soldados de color al volver de la Primera Guerra Mundíal, en vez de regresar sus lugares de origen, donde había escuelas, transportes e incluso fuentes públicas para blancos y para negros. Una situación que se mantenía al final de la Segunda Gran Guerra, cuando Kennedy anunciaba una legislación antisegregacionista, que no conseguía pasar, y un pastor protestante, Martin Luther King, predicaba que había tenido el sueño de ver «un niño negro y una niña blanca cogidos de la mano».

Primeros pasos

El asesinato del primero permitió a su sucesor, Lyndon B. Johnson, sacar adelante una legislación que hiciera efectivos esos derechos civiles, que eran en realidad derechos humanos, aunque de momento eran sólo en el papel. Pero cuando Luther King también fue asesinado, el país entero se conmovió, los negros se echaron a la calle y la Guardia Nacional tuvo que apostarse en la escalinata del Congreso temiendo que lo asaltaran.

Entonces, sí, entonces se aprobaron esas leyes y comenzaron a verse progresos en todos los campos, empezando por el lingüístico, siempre tan importante: la palabra «nígger» fue excluida, mientras «black» iba cediendo paso a «african-american». Conscientes de que la educación era clave para la plena integración, se puso en marcha la «discriminación positiva»: admitir en las mejores universidades a jóvenes negros aunque no tuviesen las notas exigidas, y en la alta sociedad se puso de moda recibir a los más revolucionarios de ellos, los Black Panther.

Era el comienzo de un largo camino que ha traído profesores, abogados, médicos, arquitectos, generales, profesionales negros en Estados Unidos, hasta llegar a 2008, con un presidente de color. Con ello se creyó cerrado el círculo, misión cumplida.

Algo, sin embargo, fallaba porque los negros seguían en el último escalón de la escala social, pese a haber sido los primeros, tras los blancos, que llegaron a este país. Pero todos los demás inmigrantes, incluidos los últimos en llegar, hispanos y asiáticos, les pasaban por delante. Mientras ellos sólo eran primeros en pobreza, abandono escolar, madres solteras y población reclusa. Dicho de otra manera: medio siglo después de mi llegada a los Estados Unidos, la integración sólo alcanza a una minoría de color, en la que pueden incluirse los Obama, mientras la inmensa mayoría sigue donde estaba, incluso peor, pues hay que añadir el resentimiento y la frustración de esperar en vano salir del pozo en que se encuentra.

Puntos débiles en Misuri

Nos lo confirmó el estallido de violencia ocurrida en Ferguson, un barrio residencial de St. Louis, Misuri, tras la muerte de un joven negro desarmado, Michael Brown, por los disparos de un policía blanco. Estallido que ha vuelto a producirse cuando un gran jurado, tras larga deliberación y escuchar a todo tipo de testigos, no ha encontrado causa para procesar al policía.

Si bien nadie acusa al jurado de haberse dejado llevar por prejuicios racistas, prácticamente todos los expertos señalan puntos débiles en el enjuiciamiento. El primero, que el fiscal del caso actuó más como abogado del policía en el banquillo que como acusador del mismo. Luego, que no se han tenido en cuenta factores extrajudiciales, como que los jóvenes negros en Ferguson están 21 veces más expuestos a ser tiroteados por la policía que los jóvenes blancos. O que durante los tres meses que duró la instrucción, periodo mucho más largo de lo habitual, se estuvieran filtrando detalles que presentaban a Brown como un joven alocado y violento cuando no hay pruebas definitivas de que así fuera.

Dos declaraciones vienen a enmarcar lo crítico de la situación. La del presidente Obama al decir que «le hubiera podido suceder a él en su juventud», y la que leo y escucho en prácticamente todos los medios: que a un chico blanco no le hubiera ocurrido lo que le ocurrió a Michael Brown.

Lo que confirma que, en el problema racial, a Estados Unidos le queda todavía un largo camino por recorrer. Me creo obligado, sin embargo, a decir que confío en que los recorrerá.

ABC (España)

 



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