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14/03/2016 | Dilma, el 'impeachment' interminable

Luis Tejero

Por más que las protestas masivas en las calles sirvan como empujón para que el proceso judicial siga adelante, su tramitación por la vía parlamentaria todavía se prolongará durante meses.

 

"Sin el pueblo en las calles, el 'impeachment' no ocurrirá". Desde hace meses venía avisándolo la oposición brasileña, consciente de que el juicio político contra Dilma Rousseff sólo podría prosperar si los manifestantes salían por cientos de miles, preferiblemente millones, para exigir la destitución de la presidenta y el fin del Gobierno del Partido de los Trabajadores (PT) después de 13 años.

A la vista de las masivas protestas celebradas este domingo por todo Brasil, desde la imponente Avenida Paulista hasta la fotogénica playa de Copacabana, el primer requisito parece cumplido. Y eso que los organizadores, hasta hace bien poco, no las tenían todas consigo. Porque la primera marcha convocada tras la apertura del proceso de 'impeachment', el pasado diciembre, apenas reunió a 40.000 personas en São Paulofrente a las 55.000 que defendieron la legitimidad de Dilma unos días más tarde.

Pero los últimos acontecimientos, en especial la embestida judicial y policial contra Lula da Silva por su supuesta implicación en el escándalo de Petrobras, contribuyeron a caldear los ánimos y acabaron de convencer a los indecisos que dudaban entre ponerse la camiseta de la selección y salir a gritar "Fuera PT" o quedarse en casa y verlo por televisión. Paradójicamente, el rechazo hacia un ex presidente que en su momento batió récords de popularidad está alimentando ahora la campaña para derribar a su heredera, reelegida en las urnas hace apenas 500 días.

El desenlace, en cualquier caso, no será tan rápido como desean los manifestantes y los líderes opositores que aspiran a ocupar el sillón de Dilma. Porque "el pueblo en las calles" es requisito imprescindible para el 'impeachment', pero no suficiente. Por más que las protestas sirvan como empujón para que el proceso siga adelante, su tramitación por la vía parlamentaria todavía se prolongará durante meses.

Aunque se inició antes de Navidad, el intento de impugnación del mandato presidencial lleva tres meses paralizado por un recurso ante el Supremo Tribunal Federal (STF). En breve echará a andar por fin en la Cámara de los Diputados, pero difícilmente habrá una decisión definitiva antes de mayo. Y si el bloque anti-Dilma completa la tarea nada fácil de reunir dos tercios de votos contra ella, aún faltará el veredicto del Senado, que podría hacerse esperar hasta julio o agosto, si todo transcurre según los plazos previstos, o incluso hasta después de las municipales de octubre, en caso de nuevas reclamaciones al Supremo.

En otras palabras: la única salida rápida para satisfacer los deseos de la oposición y de los mercados pasaría por una dimisión voluntaria de Dilma. Sólo que, para desilusión de sus críticos, la mandataria de 68 años ya ha advertido de que eso no encaja con el perfil de guerrillera que en su juventud fue brutalmente torturada por combatir la dictadura. "Por favor, sed testigos de que no tengo cara de quien va a renunciar", pidió a los periodistas el pasado viernes en el Palacio de Planalto.

Mientras tanto, Dilma seguirá dependiendo de la heterogénea coalición de partidos que sostiene precariamente a su Gobierno. Ya en agosto de 2015, la última vez que hubo manifestaciones multitudinarias contra ella, decíamos en este mismo espacio que la presidenta se había convertido en rehén de sus propios aliados. Desde entonces no han dejado de sucederse las noticias negativas, tan frecuentes e impactantes que algunos por aquí bromean que no merece la pena emitir la nueva temporada de House of Cards porque su guión no le llega ni a la altura de los zapatos al telediario de cada noche.

Pero en la práctica, el futuro de la presidenta continúa en manos de sus aliados. En particular, del PMDB, el partido de ideología ecléctica que desde el regreso de la democracia en los años 80 ha estado casi siempre en el poder, de unas formas o de otras. Hoy mantiene un pie a cada lado: mitad en el Gobierno, con el vicepresidente y siete ministros, y mitad en la oposición, para no contaminarse de su gigantesca impopularidad. Según los sondeos, el 64% de los brasileños considera "mala" o "pésima" la gestión de Dilma y sólo un 11% la aprueba.

Por si acaso, en un reciente anuncio en televisión, el PMDB dejaba caer que Brasil "necesita lo que estamos viendo en Argentina: un cambio de ánimo". O sea, que el vice Michel Temer no tendrá reparos en traicionar a su antigua compañera de candidatura y saltar del barco en cuanto sienta que es el momento oportuno para tomar las riendas del poder. Como Mauricio Macri, pero sin pasar por las urnas.

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Luis Tejero es analista político en Brasil y autor de La construcción de una presidenta (2014).

El Mundo (España)

 



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