Biden cumple su primer año en la Casa Blanca mucho más desgastado que como lo empezó, con una cartera mixta de éxitos y fracasos al frente de un EEUU en el que las divisiones no sanan.En total, uno de cada cuatro estadounidenses piensa hoy que el asalto al Capitolio se hizo para "proteger la democracia".
A primera vista, Joe Biden lo tenía todo para cerrar un
gran primer año de mandato. Su investidura, un gélido 20 de enero en un
Washington ocupado militarmente, se produjo en el punto culminante de varias
crisis solapadas. La economía seguía desfallecida, pero el Congreso se disponía
a inyectarle más oxígeno; la pandemia batía récords de casos, hospitalizaciones
y muertes, pero el Gobierno federal estaba a punto de lanzar una campaña de
vacunación masiva que pondría el virus bajo control. También había heridas
psicopolíticas que sanar y un discreto aire de cambio, de capítulo nuevo, en el
ambiente. En resumen, todo iría a mejor.
Y lo cierto es que, durante los primeros meses, la agenda
presidencial pareció moverse como un delantero centro con el campo despejado.
Del Gobierno emanaba una coreografía de medidas y anuncios; las leyes fluían de
manera clara y concreta, en casi todos los frentes: economía, medio ambiente,
energía, transporte, sanidad. Más allá de lo esperable en política, no había
grandes golpes de efecto, ni tropiezos especialmente graves. Estados Unidos
volvía a tener un Gobierno aburrido.
En línea con este estilo desapasionado, Biden puso
distancia con la prensa. En su primer año, el presidente solo ha comparecido 10
veces ante los reporteros; en el mismo periodo, Donald Trump concedió 22
conferencias de prensa, y Barack Obama, 27. Lo mismo ha sucedido con las entrevistas:
Joe Biden solo se ha dejado entrevistar 22 veces, frente a las 96, por ejemplo,
de Trump.
Desde el punto de vista de los medios, se trata de una
actitud hosca, opaca e incluso antidemocrática. Los periodistas le pedimos
cuentas al presidente, que responda ante el cuarto poder, ante el pueblo. ¿No
había dicho Biden que la prensa es “indispensable” para la buena salud
democrática? ¿No había prometido restaurar el respeto del Gobierno por la
sagrada, aunque sea incómoda, libertad de información?
Sucede, sin embargo, que la misión esencial de Biden era
sanar la mala imagen de las instituciones. Demostrar, después de que el asalto
al Capitolio probase el estado paupérrimo de la confianza pública en
Washington, que el Gobierno funciona; que su labor, pese a los defectos
naturales de cualquier burocracia, es servir al ciudadano de la manera más
eficaz y transparente posible. En otras palabras, su estrategia se basaba en
las acciones, en el pragmatismo. Cheques en bancos y pinchazos en brazos.
Como apuntaba John Dickerson en 'The hardest job in the
world: the American presidency', a veces lo más adecuado para un presidente es
la discreción. Que trabaje, planifique y ejecute desde su despacho, sin salir
al balcón a excitar las ilusiones de las masas. Que sus políticas no lleven
impresos su nombre y su rostro, sino que salgan directamente de esa entidad
multiforme y anónima que es el Estado.
Además, ¿qué puede contar un presidente a los
periodistas? En un país tan amplio y complejo como Estados Unidos, el jefe de
Estado elige una o dos prioridades a las que dedicar toda su energía. En el
caso de Biden, serían fundamentalmente, además de los desafíos importantes que
vayan aflorando, la pandemia y la contención de China. Del resto se encarga a
diario su gabinete, que cuenta con 24 miembros situados a la cabeza de 15
departamentos y más de 400 agencias o subagencias que emplean a casi tres millones
de funcionarios. Si lo que quiere uno es información actualizada y específica,
el Gobierno de EEUU tiene a personas mucho mejor preparadas que el presidente
para explicar los pormenores. Toda una panoplia de secretarios, subsecretarios,
secretarios asistentes, asesores, portavoces, coordinadores, etc., con
toneladas de detalles muchas veces accesibles al público. Y han sido estas
personas quienes dieron muchas de esas conferencias.
Más que para aportar información, que también, las
comparecencias presidenciales sirven para llenar espacio en televisión, generar
tertulias y aportar píldoras tuiteables. Una serie de recursos que, al final,
pueden acabar dañando la causa de la gobernabilidad. Si añadimos el hecho de
que el verborreico Biden tiende a balbucear y a meter la pata en sus
apariciones públicas —y que la oposición aprovecha cada desliz suyo para
acusarlo de senilidad—, su política de perfil bajo puede acabar aportando a su
reputación más ingresos que costes.
Así que llegó la primavera, se derritieron los últimos
hielos, nos quitamos la mascarilla para andar por la calle y observamos cómo la
vacunación avanzaba a paso ligero, por delante de la mayoría de países
industrializados. En lontananza brillaba el 4 de julio: Día de la Independencia
y fecha señalada por Biden para haber administrado la primera dosis de la
vacuna al 70% de la población. Una América soleada y optimista, con caras
descubiertas y barbacoas humeantes, columbraba en el futuro cercano.
Y entonces todo se empezó a torcer. Las encuestas nos
recordaban que dos tercios de los votantes republicanos aún creían, pese a las
evidencias de lo contrario, que Joe Biden había ganado las elecciones gracias
al fraude. En total, uno de cada cuatro estadounidenses piensa hoy que el
asalto al Capitolio se hizo para “proteger la democracia”. Esto significa
muchas cosas, especialmente dos: que una parte del país no reconoce a Joe Biden
como presidente y que, por tanto, percibe todo lo que hace como algo ilegal,
perverso o malintencionado.
Hay muchos ejemplos de esta mala fe hacia Biden, pero el
más dramático de todos es el rechazo de decenas de millones de estadounidenses
a vacunarse. Casi todos ellos, reflejando la gravedad de la polarización,
republicanos. El resultado es que el índice de mortandad de covid es casi tres
veces mayor en los condados republicanos que en los demócratas. Si comparamos
el 10% de condados más conservadores con el 10% más progresistas, la mortandad
es 5,5 veces más alta en los primeros.
Ante esta situación, Biden ha recurrido primero a las
regalías para quienes se vacunasen —por ejemplo, bonos de 100 dólares— y luego
al castigo. Su mandato de vacunación fue creciendo hasta cubrir a las grandes
empresas, en las que esperaba sumar otros 22 millones de inmunizados. Pero el
Tribunal Supremo, de mayoría conservadora, sopesó que el Ejecutivo se
extralimitaba y acabó invalidando la medida, dando el golpe final a los
principales esfuerzos sanitarios del Gobierno.
Esta disfunción, como las peleas —muchas veces físicas—
que han estallado en las juntas escolares, o la conflagración judicial sobre el
aborto, o sobre el derecho de voto, confirma lo que ya sabíamos: que las
lealtades políticas en EEUU ya no son flexibles. Se han tribalizado. Veamos un
dato. Antes, era común que un distrito parlamentario votase a un congresista de
un partido y a un presidente de otro. En 1984, 190 distritos parlamentarios del
país presentaron este tipo de voto mixto, dividido entre dos partidos. En 2016,
el número había bajado a 35. La lealtad política ha pasado de ser relativamente
voluble a tener en cuenta otros elementos, como el elemento personal o el de
las necesidades concretas de ese distrito, etc., a 'hooliganizarse'. El único
elemento que cuenta hoy es la fidelidad ciega a un color.
Estados Unidos, por tanto, no solo es ingobernable
gracias a los republicanos. La tribalización se da dentro de ambos partidos. A
la derecha, el dominio de Trump es casi absoluto, hasta el punto de que las
voces disidentes se han apagado o se encuentran solas, en el desierto,
consoladas por los demócratas. Tal es el caso de Liz Cheney o Adam Kinzinger,
denostado hasta por su propia familia.
A la izquierda, aunque de otra naturaleza, también hay
rencillas. El ala socialista del partido, capitaneada oficiosamente por la
congresista Alexandria Ocasio-Cortez, es cada vez más activa y ha tenido
notables roces con la dominante vieja guardia. Al final, han sido los propios
demócratas —aunque podemos señalar a uno, el conservador Joe Manchin, senador
de la carbonífera Virginia Occidental— quienes han dinamitado la pieza maestra
de la agenda de Biden. Ese plan de gasto socio-climático, de tintes
rooseveltianos, que probablemente ya no verá la luz verde en el Congreso.
Cualquier cosa se retrata como una batalla existencial,
una guerra total por las esencias, una lucha del bien contra el mal. La turba
trumpista rompió las ventanas del Congreso y a punto estuvo de poner sus manos
sobre los parlamentarios; cada vez que hay un juicio con tintes raciales, otra
turba se presenta a las puertas del juzgado en cuestión, amenazando con
incendiar las calles. Ambas muchedumbres se encuentran en la pajarería
descerebrada de Twitter, donde hallan material suficiente para alimentar sus
respectivos sesgos cognitivos.
Esta agitación es lo que ha tratado de superar Biden,
que, por otra parte, también ha cometido errores. Uno de los más sonados,
capaces de unir en la crítica a republicanos y demócratas, fue la desastrosa
retirada de Afganistán, efectuada deprisa, sin la suficiente información y en
contra del consejo del alto mando de las Fuerzas Armadas. El intento de hacer
coincidir el arriado de la bandera americana en Kabul un 11 de septiembre, como
parte de esa coreografía de la gestión, acabó generando un caos humillante y
estrepitoso para Estados Unidos.
La mayor inflación en 40 años también genera, por derecho
propio, titulares, aunque podría relacionarse parcialmente con los problemas de
suministro global inherentes al covid y con las ayudas públicas que mantuvieron
a flote a millones de estadounidenses desde el inicio de la pandemia. Los
precios suben, pero también lo hacen los ahorros y los salarios, en un mercado
laboral que vuelto a bajar del 4% de paro.
Biden cumple el año mucho más desgastado que como lo empezó,
con una cartera mixta de éxitos y fracasos y una popularidad media inferior, en
este punto, a la de todos los presidentes americanos desde Dwight Eisenhower
(con la excepción de Donald Trump). Desde su gabinete, insisten en que “fue
elegido para cuatro años, no para uno”. Aún queda tiempo para completar y
enmendar. En el otoño, sin embargo, es más que probable que los republicanos
acaben controlando las dos cámaras del Congreso. Si esto sucediera, la agenda
de Biden se evaporaría y miraríamos ya a 2024, con un Trump que ya se ha
recuperado en las encuestas y tiene un cofre electoral millonario.