El malestar social en América Latina va en aumento. Las causas de insatisfacción son varias y no se manifiestan de igual manera en todas partes. Entre los aspectos comunes que alientan las protestas hay que mencionar sin duda la persistencia de condiciones de pobreza, pero lo más grave es seguramente la tendencia aparentemente imparable de concentración cada vez mayor de la riqueza y los ingresos en un delgado estrato social privilegiado.
La ampliación permanente de las brechas entre la opulencia y la pobreza en la mayoría de los países latinoamericanos no tiene parangón con ninguna otra región del mundo. En los períodos de auge y en los de crisis, con democracias o dictaduras, las diferencias sociales se han acrecentado en el medio siglo pasado, y todavía no existen hipótesis explicativas robustas sobre este fenómeno.
Los mecanismos de reproducción de la pobreza y la desigualdad entre las sucesivas generaciones son seguramente varios y complejos, pero en dicho listado no cabe duda que las estructuras del poder político y la inserción internacional empobrecedora ocupan un lugar destacado.
Sobre el primer aspecto no haré mayores reflexiones en esta ocasión. Ahora me interesa en cambio colocar sobre el tapete la preocupación acerca de la ausencia de una agenda latinoamericana que ensamble los intereses comunes de la región ante las preocupantes tendencias económicas, políticas y ambientales que caracterizan el desorden internacional imperante y los riesgos que se proyectan hacia el futuro.
La gira del presidente Bush por varios países latinoamericanos no ha sido organizada precisamente para mejorar la concertación regional o retomar una agenda hemisférica de cooperación acordada democráticamente. Lejos de eso, el periplo tiene la pretensión de profundizar las diferencias políticas entre los países de América Latina, las cuales se expresan, entre otras cosas, en el tipo de relaciones existentes después del fracaso del ALCA, la fragmentación de las negociaciones comerciales en varios esquemas bilaterales y la instalación de fuerzas antiimperialistas en el gobierno de varios países de la región.
Es poco probable que la visita del Presidente de los EEUU traiga consigo una mejora significativa de las relaciones entre su país y América Latina, las cuales en pocas ocasiones del pasado han estado tan deterioradas como en estos momentos. Lo que en verdad preocupa, sin embargo, es que América Latina no cuenta con una agenda eficaz para negociar sus intereses vitales con la primera economía del mundo, que sigue representando el mercado más codiciado y el principal destino de la emigración impulsada por la pobreza.
La prueba de ello está expresada por la intrascendencia de la reciente reunión del Grupo de Río, y no sólo porque no asistieron los mandatarios de Argentina, Bolivia, Colombia y Venezuela, entre otras ausencias notorias, sino porque no hubo pro- piamente una agenda sustantiva para el encuentro. Tan es así, que el principal mecanismo de coordinación política que tienen los países latinoamericanos y del Caribe empieza a considerar la posibilidad de espaciar más las cumbres presidenciales, realizando encuentros cada dos años en lugar del evento anual que fue característico hasta ahora. Con parecidos resultados se llevará a cabo con seguridad la reunión anual del Sistema Económico Latinoamericano prevista para fines de este mes.
La irrelevancia simultánea del Grupo de Río y del SELA está mostrando a las claras la crisis de visión y unidad que caracteriza por de pronto a la América Latina.