La fórmula la acuñó Raymond Aron en el apogeo de la Guerra Fría y rezaba “paz imposible, guerra improbable”.
Se refería por supuesto a un escenario de otras dimensiones y peligros, pero con dilemas en algo similares a los que caracterizan por de pronto la situación nacional, donde prevalece la ideologización completa de las diferencias, una ausencia de voluntad cada vez mayor para encontrar soluciones políticas en términos democráticos y un esfuerzo en cambio orientado a exacerbar la polarización de manera que no haya espacio alguno para una tercera posición.
No eran éstas ciertamente las expectativas que se levantaron cuando se tomó la decisión de convocar a una Asamblea Constituyente con amplias facultades para corregir los vacíos ostensibles del antiguo orden institucional. Había en cambio una razonable esperanza de que la incorporación de nuevos mecanismos de representación, además de los partidos políticos tradicionales, inauguraría un proceso amplio y profundo de deliberaciones con la participación de todos los grupos y sectores que en el pasado estuvieron excluidos.
Se pensaba también por supuesto que las reglas democráticas básicas serían acatadas por todos, y se abrigaba en consecuencia la esperanza de que al final del proceso se adoptarían acuerdos fundamentales sobre un orden político renovado que garantice la cohesión social a partir de cimientos republicanos idóneos para permitir prácticas económicas y sociales diferenciadas según usos y costumbres de las diferentes culturas que habitan en el país. Se entendía asimismo que la superación del centralismo político-administrativo y de la exclusión social por razones étnicas eran componentes medulares del nuevo sistema de pactos que adoptaría la nación.
Las cosas no están ocurriendo así, lamentablemente. Cuando faltan muy pocas semanas para que venzan los plazos legales, no hay atisbo de acuerdo sobre los temas esenciales de un proyecto nacional compartido, un modelo consensuado de Estado social de Derecho y un procedimiento sistemático para continuar en el futuro con las reformas institucionales complementarias. Lejos de acercarse, las diferencias se han profundizado y las rajaduras nacionales se están territorializando peligrosamente alrededor de cuestiones que despiertan demagógicamente antiguas pasiones regionalistas.
Tal como están las cosas, parece probado que el MAS ya no está en condiciones de imponer sus designios a lo largo y ancho del país mediante las movilizaciones sociales, ni tampoco aplicando el rodillo parlamentario o su aplastante mayoría en la Asamblea Constituyente. Una buena parte de sus problemas provienen ahora en cambio de que tiene que hacer frente a un número cada vez mayor de conflictos impulsados por sus propios aliados, los que desencadenan las fuerzas contestarías o, por último, los que expresan la capacidad de resistencia de ciertos estamentos corporativos ante el anuncio de cambios en su estatuto institucional.
Aunque el oficialismo y las fuerzas de oposición se declaran partidarios del diálogo para resolver los conflictos, ninguno dice cuál es su método para evitarlos por anticipado, a fin de impedir que por la simultaneidad de innumerables frentes de tensión sectorial, se instale de verdad el clima de confrontación y violencia que anuncian los agoreros de siempre.
Pero por su colocación en la escena nacional, le corresponde al MAS reconocer que existen objetivos que ya no están a su alcance, y actuar en consecuencia.