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02/05/2007 | Afganistán - Viaje al campo de las amapolas

Felix Flores

Se dice que Afganistán tendrá este año la mayor cosecha de opio; ya la del 2006 aumentó un 59% respecto al año anterior y se convirtió en 670 toneladas de heroína pura.

 

Tras la derrota en el 2001 de los talibanes, que redujeron mucho la producción, ésta se disparó. Ahora el negocio de la droga alcanza para todos: en el país que produce el 92% del opio del mundo, y controlarlo es algo tan arduo como la guerra.

La OTAN metió la pata - y lo reconoció- cuando hace unos días divulgó, a través de panfletos y de la radio en la provincia de Helmand, que sus tropas no están aquí para acabar con el opio y que admiten que los cultivadores (más de dos millones en todo el país) no tienen otro medio de vida.

Más al norte, en la provincia de Naranghar, limítrofe con Pakistán, a lo largo de la carretera que conduce de la ciudad de Jalalabad al paso fronterizo de Torjam, los campos de amapolas son perfectamente visibles. En este tramo, hace un par de meses un coche bomba contra un convoy militar estadounidense dejó una docena de civiles muertos cuando los soldados, huyendo del lugar, dispararon a la gente que se había acercado. Y, por esta misma carretera, todas las primaveras transitan los "hombres de negocios" que vienen a llevarse el opio, en general pakistaníes.

"Cada vez vienen tipos diferentes. Los grandes no sabemos quiénes son, pero los mayores negociantes dicen que son norteamericanos". Habdelhakim Gul, de 48 años pero con aspecto de tener diez más, como les ocurre a la mayoría de afganos, es un hombre respetuoso del islam. "No, no es bueno cultivar - admite-. Pero durante los últimos treinta años hemos tenido guerra... Aquí no hay escuelas, no hay fábricas, no hay luz, no hay agua potable, no hay tierra suficiente; no cubrimos nuestras necesidades". A su lado, otro hombre pide la palabra: "Yo no cultivo, pero tengo dos vacas y dos burros, y un hijo mío transporta mercancía a Pakistán".

Dicen que los cultivadores no son mal vistos por sus vecinos.

"Si tuviera dinero para otra cosa no lo haría - asegura el señor Gul-. Empecé hace 17 años, por la pobreza; mi abuelo y mi padre también cultivaban opio. Cuando los talibanes lo prohibieron, trabajó en Pakistán haciendo ladrillos de cemento. "Si no fuera por el opio, tendría que sentarme y mirar al cielo, sin nada que hacer. Tengo hijos a punto de casarse, cuatro hijos y cuatro hijas, y si no tengo dinero nadie dará sus hijas a mis hijos. Si no puedo pagar el préstamo, tendría que entregar a una hija, y eso sería una vergüenza", se lamenta Gul.

El préstamo es el sistema por el cual los traficantes fidelizan a los cultivadores, adelantándoles el pago de la cosecha. Tasil Dar, de 24 años, que también fabricó ladrillos en Pakistán, como tantos afganos, dice que ganó en la cosecha pasada 50.000 afganis limpios (unos mil dólares) con sus 3.000 metros cuadrados de tierra. Tiene nueve hijos, pero en total son 24 de familia. En casa de Abdelhakim Gul son 50 personas. Las familias afganas, incluso en Kabul, viven juntas. En el campo de amapolas de Tasil, junto al lecho de un río seco, las mujeres trabajan en la recolección. No es posible acercarse a ellas.

- ¿Sabe a cuánto se vende el opio en el extranjero? - preguntamos.

- No - responde Tasil Dar con marcada indiferencia-. No hablamos de eso con los hombres de negocios; quizá lo venden por mucho más.

El opio, convertido en heroína, centuplica su valor en las grandes capitales del mundo. Y por el camino va dejando beneficios. Los traficantes se mueven a sus anchas por la incontrolable frontera pakistaní. La impunidad es total, de modo que cada vez que la policía se presenta en un campo con unos cuantos braceros para descabezar las plantas con unas varas largas, parece una mala broma.

Los talibanes, que ocuparon el poder en 1996, volvieron a permitir el cultivo al cabo de dos años. "Con Karzai volvimos a plantar - explica Tasil Dar-. Luego nos dijeron que no, pero este año decidí volver a hacerlo; no tengo otro recurso". El presidente Hamid Karzai no tuvo más remedio que prometer que combatiría la producción y el tráfico de drogas. Tarea difícil. El señor Sami, segundo en el escalafón del Ministerio Antinarcóticos, relaciona la erradicación de cultivos con el aumento de la seguridad - es decir, de erradicación de los talibanes-, y asegura que así ha ocurrido en ocho de las 34 provincias afganas. Dice que se promueven cultivos alternativos y se concede medio millón de dólares por provincia, más una prima de 350.000 dólares si alcanzan la producción cero de opio. Pero en una tierra como Afganistán, donde falta absolutamente de todo, es fácil imaginar para lo que alcanza ese dinero. En Jalalabad, de mil hectáreas se han liquidado cien.

"De las 165.000 hectáreas que producen opio en el país, más de 69.000 están en Helmand, y producen el 45% del total", señala el viceministro en Kabul. Su discurso pone el énfasis en los talibanes; sin embargo, es público y notorio que también participan del lucrativo negocio los hombres de la Administración. Es un rumor a voces que la propia familia del presidente Karzai está implicada. Pero esto ya no es asunto de este amable funcionario sino del Ministerio del Interior.

"A finales de octubre - afirma el viceministro- sabremos cuánto ha aumentado la producción". En el campo de los talibanes no podremos estar seguros de cuánto ha aumentado, pero en Kabul un buen indicativo serán las ostentosas y coloristas mansiones que se están construyendo en un barrio discreto, donde apenas hay servicios. Alcantarillado en Kabul no hay, ni tampoco asfalto en este barrio. "Ya lo pondrá el Gobierno", dice el joven que nos acompaña.

La Vanguardia (España)

 



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