Marx y Lenin, Trotsky, ´El Che´ -y hasta el mismísimo Confucio- se horrorizarían ante el espectáculo de un partido comunista consagrado hoy por entero a encaramar a China hasta los primeros lugares mundiales de la producción exportadora a gigantesca escala.
Ya metido en ese enjabonado tobogán, no se detiene a medir las consecuencias sociales de ese proyecto ni tampoco a calibrar sus repercusiones en la generación de una reducida pero provocadora minoría integrada por millonarios y nuevos mandarines herederos altivos de aquellas élites despóticas instaladas en el corazón de las antiquísimas dinastías Ming y Manchú (1368-1912).
Forbes documentó hace meses la nómina de los multimillonarios chinos (no más de 10) al calcular sus fortunas, sumadas a las de las 100 personas más ricas de ese país, en una cifra cercana a 41 mil millones de dólares.
Casi 20% de esos millonarios militan de manera activa en el Partido Comunista: pertenecen a su llamado sector de empresarios. Algunos de ellos, además, son diputados a la Asamblea Popular Nacional, órgano legislador cuya amplia mayoría aprobó diversas reformas constitucionales y de ese modo legitimó instituciones tan capitalistas como la herencia, la propiedad privada, la inversión extranjera directa.
Mientras sucede lo anterior, más de 100 millones de personas continúan hundidas en la desolación y en la falta total de horizontes, alicientes y consumos básicos personales, familiares y colectivos, en apartadas regiones rurales y miserables periferias urbanas. El ingreso por cabeza de quienes trabajan en las ciudades -un tercio de los mil 325 millones de habitantes del país- casi cuadruplica el de los campesinos.
Observemos un hecho cuya contundencia lo aclara todo: allá gobierna en solitario un partido comunista mientras acá intentamos consolidar, con éxito disparejo, abierta sociedad plural afincada sobre una economía libre y un Estado que debe ejercer sus democráticas facultades modernizadoras al amparo del derecho, divisa incanjeable. De todas maneras, y a pesar de lo mucho alcanzado en México, nada disculpa el vergonzoso rezago de 40 millones de mexicanos miserables dispersos, en miles de asentamientos de minúsculo tamaño, a lo largo de un territorio asolado por el hambre, el desempleo y las mafias criminales con o sin ametralladoras y granadas.
En la China milenaria y culta, gobernada hoy por un partido único, se ha entronizado la más aguda desigualdad en nombre de una suerte de maoísmo neoliberal o de neoliberalismo maoísta. No han renunciado al implacable control social y político de un pueblo vigilado a extremos inauditos y sometido a los rigores de la extravagante censura cuya férrea aplicación evoca ciertos episodios maoístas signados por su anacrónica intolerancia.
Aludo al tan sofisticado como inútil trabajo técnico de neoguardias rojos cibernéticos encargados de bloquear el acceso ciudadano a las páginas de la internet consideradas "peligrosas", según los miopes criterios fascistoides anidados en los siniestros cubiles de la seguridad del Estado.
Admiremos la ambiciosa audacia y la hercúlea tarea de los chinos concentrada en transformar a la inmensa nación de naciones e inscribirla de ese modo en los ámbitos globales de la competencia sin cuartel, pero no olvidemos analizar el muy alto costo humano de tan obsesivo empeño y tampoco dejemos de mirarnos en el espejo de esa inédita experiencia asiática.
Abiertos al mundo como ya estamos los mexicanos, concibamos un programa propio capaz de insertarnos de manera resuelta en la economía planetizada y destinémoslo a incorporar a millones de pobres al desarrollo productivo y al bienestar. El modelo económico puesto en marcha por los neoliberales de aquí condena a los pobres a la irremediable exclusión eterna.
Analista político
